jueves, 18 de agosto de 2016

Furores plebeyos, temores elitistas

Se quiere presentar muchas veces la declaración de la Independencia como fruto de unión y consenso. Para Fradkin, por el contrario, la independencia proclamada por una revolución amenazada fue producto de conflictos políticos y sociales.
 Por Raúl O. Fradkin *

Convendría estar prevenidos: la ritualidad conmemorativa y los anodinos discursos de ocasión buscan domesticar la memoria colectiva. Algunos quieren hacernos creer que la declaración de la Independencia de las Provincias Unidas en Sudamérica –no olvidemos que eso fue lo proclamado en 1816– habría sido fruto de la unión y el consenso y no el producto de intensos conflictos políticos y sociales.
Hacia 1816 la revolución rioplatense afrontaba múltiples dilemas y amenazas. El Congreso reunido en Tucumán tenía que resolver cómo continuar la guerra y asegurar la independencia que había proclamado, mientras enfrentaba a los Pueblos Libres que, liderados por José Gervasio Artigas, ofrecía una dirección alternativa a la revolución. Pero también tenía que resolver un acuciante problema: ¿qué hacer con la generalizada crisis de autoridad y la activación política de amplios sectores sociales?
Conviene, entonces, prestarle atención a los temores que se suscitaban en las elites y leer desde esa clave el manifiesto que el Congreso emitió el 1º de agosto: “el estado revolucionario no puede ser el estado permanente de la sociedad” proclamaba y se atrevía a anunciar una nueva era: “Fin a la revolución, principio al orden”. Constituirse en la única autoridad suprema era su prioridad; por eso, la independencia debía poner fin a la revolución.
Entre integrantes de los grupos elitistas que emigraron a Río de Janeiro tras haber sido desplazados del poder en Buenos Aires o Montevideo había preocupaciones análogas. Sin embargo intentaban resolverlas mediante otra opción política: llegar a un acuerdo con el rey repuesto en el trono y propiciar que la Corona portuguesa emprendiera una invasión “pacificadora” del Río de la Plata. Los motivos los expresó con claridad Nicolás de Herrera en un extenso memorial: la revolución había dividido “a los blancos” y ambos bandos cometieron el error de acostumbrar “al Indio, al Negro, al Mulato a maltratar a sus Amos y Patronos” para enfrentar a sus oponentes; pero habían escapado a su control y “el odio del populacho y la canalla” se desplegaba contra todos los “superiores”. Había algo más: los criollos cometieron la “imprudencia” de difundir “las doctrinas pestilentes de los Filósofos” y sus “quimeras” y el resultado no podía ser más peligroso: “El dogma de la igualdad agita a la multitud contra todo gobierno, y ha establecido una guerra entre el Pobre y el Rico, el amo, y el Señor, el que manda y el que obedece.”
Estos temores iluminan lo que estaba en juego: los sectores populares movilizados por la revolución no eran simplemente espectadores de lo que estaba sucediendo y tampoco eran fácilmente manipulables o mera carne de cañón para la guerra como tantas veces se ha dicho. Por el contrario, se apropiaron del discurso revolucionario, le dieron otros sentidos y lo esgrimieron para legitimar sus reclamos y aspiraciones. Ese era el mayor dilema de la dirigencia revolucionaria: sin ellos no podían ganar la guerra pero temían que esa movilización amenazara el orden social.
La crisis de la independencia resulta, entonces, un momento particularmente rico si se entiende sólo a las ideas y proyectos de los líderes. La historiografía reciente se ha ocupado de indagar las que podían anidar en las clases populares y las evidencias revelan un universo extremadamente variopinto. Por lo pronto, que el inicial antagonismo entre “españoles europeos” y “españoles americanos” se transformó rápidamente en una confrontación que incluyó entre los “americanos” a los “naturales”, a las plebes y a las castas y gestó una nueva identidad colectiva de neto contenido político.
Los efectos fueron múltiples pero conviene subrayar uno: la “insolencia”, “altanería”, “insubordinación” y “desobediencia” de los sujetos populares, para decirlo con el lenguaje de las elites. Esas actitudes expresaban la intensa politización de la vida popular, el resquebrajamiento de la deferencia y cómo la “igualdad” –un componente central del discurso revolucionario– se convirtió en herramienta de impugnación de las jerarquías heredadas.
Artigas, otro protagonista.
Las evidencias son diversas, fragmentarias y dispersas: se encuentran en los insultos, en la frecuente desobediencia de las tropas, en los gritos de los tumultos o en el hostigamiento callejero. “Ahora gobernamos los negros a los blancos” podían decirles los guardias a un oficial español prisionero expresando más un deseo que una realidad; pero esas actitudes son las que hacían creíbles algunos rumores que circulaban entre “negros” y “mulatos”: había llegado el momento de “matar a todos los españoles” y que no eran muy distintos de los sentimientos que incentivaban los pasquines que aparecían.
Pero, en cada lugar, las disputas políticas adquirieron perfiles y contenidos diferentes de acuerdo a las tensiones sociales y raciales que en cada una imperaban y que la crisis revolucionaria había politizado. Claramente, lo expresaban, por ejemplo, las denuncias de las autoridades de Corrientes: los indios y campesinos sublevados ya no distinguían entre “europeos” y “patricios” y como estaba sucediendo en todo el litoral sus acciones amenazaban a los grupos propietarios y en ocasiones “a todos los blancos”.
De esas tensiones y sentimientos dio cuenta el Reglamento para el fomento de la ganadería y redistribución de las tierras que emitió Artigas en 1815: las tierras a distribuir serían las que pertenecían a “los malos europeos y peores americanos”; los beneficiados deberían ser “los más infelices”, es decir, “los negros libres, los zambos de esta clase, los indios y los criollos pobres.”
Lo que estaba sucediendo en el litoral rioplatense sería incomprensible sin considerar el protagonismo indígena y, en particular, la alianza de los pueblos misioneros con Artigas. Por eso, en el área misionera el antagonismo entre “americanos” y “europeos” y entre federales y centralistas se transformó en una confrontación social e inter-étnica creando las condiciones para que se produjera una revolución muy diferente que amenazaba con “pasar a Cuchillo a todo Blanco”. Esa insurrección no solo expandió la influencia de Artigas por todo el litoral sino que significó una revolución en el gobierno de los pueblos y dio lugar al intento de reconstruir la antigua provincia jesuita, pero sin jesuitas ni dependencia de España, Portugal, Asunción o Buenos Aires y bajo la conducción indígena.
Hubo, entonces, otras revoluciones posibles, deseadas o imaginadas, muy distintas y más radicales de aquella que el Congreso quería dar por finalizada. Fueron revoluciones derrotadas, en buena medida por las condiciones que impuso la invasión portuguesa y el apoyo que obtuvo entre sectores elitistas o el aprovechamiento que hicieron de ella. Contra esa invasión se libró otra guerra de independencia que la recortada memoria histórica argentina suele olvidar. Pero ni la derrota ni la frustración de esas aspiraciones populares justifica olvidarlas. Y a la hora de conmemorar el Bicentenario convendría retomar una enseñanza del maestro Alfredo Zitarrosa; “hay olvidos que queman y memorias que engrandecen”.
* Profesor Titular de Historia de América Colonia, Facultad de Filosofía y Letras, Instituto Ravignani, UBA-Conicet

sábado, 14 de mayo de 2016

Bullrich: "El ingreso irrestricto es demagogia"

A horas de la movilización de docentes y estudiantes de universidades nacionales en demanda de mejoras en la paritaria y en el presupuesto educativo, el titular del Palacio Sarmiento apoyó la decisión de la Justicia de anular la vigencia de los dos artículos de la Ley de Educación Superior Nº 27.204, al advertir que la norma que garantiza el ingreso irrestricto a las casas de altos estudios es "una ley mitológica".
Esteban Bullrich sostuvo que "el ingreso irrestricto no se puede poner por ley" porque, advirtió, "lamentablemente no hay espacio para las prácticas que uno quiere hacer". Esa medida, añadió, se basa en "una propuesta demagógica" del anterior gobierno.
"El ingreso irrestricto va a ser cuando todos los argentinos que quieran ir a la universidad puedan ir y hoy la verdad hay muchos que, por la mala calidad del sistema educativo, no pueden ir a la universidad", sentenció en diálogo con radios Con Vos y Continental.
Ante esta postura, el secretario general de la Conadu, Federico Montero, afirmó que "el gobierno de (Mauricio) Macri tiene entre sus objetivos restringir que el ingreso a la universidad sea un derecho" y señaló que "si la educación es un derecho, el Estado tiene que prepararse para garantizar este derecho".

Universidades: tensiones y fantasmas

EL PAIS › OPINION


 Por Alejandro Grimson *

Un fantasma recorre los claustros universitarios. Es el fantasma de López Murphy. Nadie desea que se repita un episodio de reducción presupuestaria que genere una crisis. Pero las noticias y tensiones disparan preguntas.
¿Qué está ocurriendo en las universidades? Después de varios años de fuerte expansión, han regresado tensiones y conflictos. Paros en colegios secundarios universitarios, movilizaciones por el boleto estudiantil, huelga de docentes, declaraciones del ministro y de rectores, reunión con el presidente. ¿De dónde venimos y para dónde vamos?
Las universidades públicas argentinas son parte de las instituciones con mayor reconocimiento social. Fuente de orgullo, también generan intensos debates. La Argentina no sólo tiene universidades de alto prestigio, sino que ha privilegiado el sistema público sobre el privado, tanto en cantidad de estudiantes como en términos de investigación científica.
En la llamada “época de oro”, en 1960, antes de la “noche de los bastones largos”, había nueve universidades nacionales. En 2010 sumaban 47. Hace muy pocos años que en las 23 provincias argentinas hay al menos una universidad pública. Casi la mitad fueron creadas en los últimos treinta años de democracia. En 1960 había 160 000 estudiantes universitarios en el país, lo cual representaba el 0,8% de la población. Esa cifra se fue incrementando durante las últimas tres décadas, así como la proporción sobre el total. En 2010 había más de 1.700.000 estudiantes, más de diez veces más que cincuenta años antes, y abarcaban el 4,3% de la población. En proporción, los estudiantes universitarios se multiplicaron por cinco en cincuenta años. Entre 2001 y 2011 se sumaron 395.000 estudiantes al sistema universitario, lo cual implica un crecimiento del 28%. En el mismo período los egresados aumentaron un 68%, pasando de 65.000 a 109.000 egresados anuales.
En términos comparativos, es indudable que tanto Brasil como México cuentan con sólidos sistemas universitarios en la región. Los salarios reales de los docentes son aproximadamente el doble que en Argentina. Ahora bien, mientras el 4,3% de la población argentina está conformado por estudiantes universitarios, en Brasil sólo alcanzan el 3,4%, y en México el 2,1%. Además, mientras en la Argentina el 3,4% de la población asiste a instituciones públicas, en México ese porcentaje desciende al 1,4%, y en Brasil al 0,9%.
Una cifra que se acerca a dos millones no refleja a una pequeña elite. Una gran parte de los estudiantes trabaja y estudia, y un elevado porcentaje, que alcanza el 70% en muchas universidades nuevas, no son hijos de universitarios. Son, por lo tanto, la primera generación universitaria de sus familias. La ampliación del acceso es un avance altamente significativo.
Desde 1983, la universidad pública argentina responde a la herencia de la Reforma de 1918, vinculada al ingreso irrestricto, el cogobierno y la autonomía, así como a la herencia de la gratuidad, instituida originalmente en 1949. Esos elementos se encuentran presentes en las universidades de varios países, pero en el nuestro aparecen conjugados, lo que constituye un caso bastante singular.
El Instituto Cifra-CTA calcula que entre diciembre de 2001 y diciembre de 2014 el salario promedio de los docentes universitarios se recompuso un 56%, con el detalle de que durante la crisis de 2002-2003 había llegado a descender un 30% respecto de 2001. Esto fue parte de un aumento del presupuesto universitario y de ciencia y tecnología, acompañado de importantes obras de infraestructura.
El triunfo de Mauricio Macri generó mucha preocupación entre los universitarios. El actual presidente había cuestionado la creación de nuevas universidades: “¿Qué es esto de hacer universidades por todos lados? Obviamente, muchos más cargos para nombrar…” Al comenzar la nueva gestión parecía que una persona ajena a la gestión de las universidades públicas asumiría en la Secretaría de Políticas Universitarias del Ministerio de Educación.
Esto provocó un gran revuelo, que no es muy difícil de entender. En primer lugar, las universidades siempre han sido lugares donde los diferentes radicalismos tuvieron cierto peso. De los doce años de gobiernos kirchneristas, durante seis años el secretario fue el expresidente de la Universidad Nacional de La Plata, Alberto Dibbern, quien siempre se autodefinió como “un radical no k”. A esto debe sumarse la gestión de Juan Carlos Pugliese que juntos totalizan nueve años de gestión radical de las universidades durante el kirchnerismo. En segundo lugar, varios presidentes del Consejo Interuniversitario Nacional de origen radical nunca plantearon un cuestionamiento de la política universitaria del gobierno. En tercer lugar, al nivel de las universidades y sus rectores no existió una grieta en la Argentina. Como en cualquier ámbito hubo tensiones, pero nunca hubo en estos últimos años una división absoluta, ni entre radicales y peronistas, ni entre grandes y chicas. En el CIN se respetaron acuerdos de alternancia y composición plural.
Por eso, los niveles de conducción universitaria sintieron un alivio cuando finalmente asumió la Secretaría el ex rector de la Universidad Nacional del Litoral, Albor Cantard. A nadie le preocupaba su filiación política. El clima indicaba que un rector que conoce el sistema puede tener preferencias o políticas opinables, pero nunca destruye instituciones. Ya el tema presupuestario general y de los salarios en particular pasa por otros andariveles, ya que más allá de cada funcionario, en las paritarias es obvio el peso de los funcionarios de economía.
Sin embargo, la preocupación regresó mucho más pronto de lo previsto. La alta inflación desde diciembre y el ajuste de las tarifas de los servicios provocaron dos problemas: aceleraron los reclamos gremiales y tornaron inviable el presupuesto previsto para gastos operativos.
A fines de abril un alto funcionario del Ministerio de Educación le explicó a algunos rectores algunos lineamientos de sus políticas. Entre muchas palabras, aludió al “crecimiento excesivo”, a la “calidad relajada”, a un “sistema pervertido”, a la “discrecionalidad en el manejo recursos”. Literalmente dijo que “se han creado carreras a troche y moche”. “Hubo fiesta. Hay que apagar la música, arremangarse y ponerse a trabajar”. Una expresión, para los más moderados, poco afortunada. Es que resulta imposible que alguien que conozca el día a día de las universidades públicas pueda ser tan desatinado. Los menos moderados tuvieron expresiones que dejamos a la imaginación del lector.
Propuso trabajar en articular universidades públicas y privadas, mientras criticaba a las universidades públicas. Y ofreció ejemplos de que no puede ser “que cada uno decida su carrera” cuando sobran en una profesión y faltan en la otra.
Innumerables fuentes confirman que los radicales a cargo de la Secretaría de Políticas Universitarias no tienen claro el futuro inmediato. Hay un gobierno del PRO, que les cedió a ellos ese cargo. Ese funcionario debería disponer de mil quinientos millones de pesos para llevar a cabo sus políticas. Hasta ahora no tiene fondos.
Por otra parte, las paritarias con los docentes y no docentes son una incógnita. Todo apunta a una pérdida relevante del poder adquisitivo, pero hasta ahora las propuestas oficiales a los docentes resultan imposibles de aceptar por parte de los sindicatos.
Por supuesto, en la Ciudad de Buenos Aires una huelga en el Colegio Nacional de Buenos Aires tiene una gran repercusión. Menos conocido es que en estos años se crearon colegios secundarios universitarios en zonas de niveles socioeconómicos bajos, cerca de barrios populares o villas. En 2016 las escuelas secundarias de las Universidades General Sarmiento, Avellaneda, Quilmas y San Martín no han recibido fondos para pagar sueldos ni gastos.
Además de los salarios, las universidades tienen gastos operativos. Según varios rectores hay dilaciones con los gastos operativos previstos en la ley de presupuesto para varias universidades del conurbano. Habrá debate sobre si se trata de un incumplimiento de la ley de presupuesto y si no se trata de una medida discrecional. Algo similar sucede con el presupuesto de nuevas carreras, creadas a través de “contratos-programa”.
Por otra parte, en el contexto inflacionario se potenció el reclamo estudiantil por el transporte que ya produjo una movilización masiva en la ciudad de La Plata.
El gobierno parece ajustar con el fantasma de López Murphy. Este ministro de economía de De la Rúa anunció una reducción del presupuesto universitario y provocó una movilización gigantesca que terminó con su propia renuncia en marzo de 2001. Pero López Murphy no disponía del actual “ajuste por inflación”. Ahora viene el ensayo y error de ir probando en qué cifras puede generarse fragmentación de la comunidad universitaria, tanto en el plano sindical como en la presión de los rectores. Eso depende de una relación de fuerzas. Por supuesto, siempre lo más imprevisible para el gobierno es la reacción del movimiento estudiantil. La población universitaria actual en la Argentina hace que haya estudiantes en toda la trama social.
Mientras tanto, el mapa de las universidades es complejo. Mientras algunas comienzan a recibir las transferencias al día, otras están realmente cerca de situaciones de emergencia. Algunas están por suspender la comida en los colegios secundarios o han buscado créditos para solventar gastos básicos. Otras quizás sobrelleven mejor esta coyuntura, salvo la incertidumbre de las paritarias. Y el interés general, la preocupación genuina por lo que sucede en el conjunto del sistema, el compromiso por resolverlo colectivamente, es básicamente algo que quizás se construya en un futuro lejano.
El discurso neoliberal ha achacado acerca de la ineficiencia de las universidades públicas. Si sólo gradúan al 20 o 30% de los ingresantes, ¿por qué no nos ahorramos el dinero y reducimos drásticamente el presupuesto? Primero, ese millón y medio de pibes que están en el sistema público, se reciban o no, pasan por una experiencia universitaria que mejora sus conocimientos y mejora nuestra sociedad. Segundo, ellos y todos tienen derecho a acceder al conocimiento. Tercero, si se hiciera una selección anterior, probablemente muchos pibes de sectores más humildes que finalmente acceden al título quedarían por el camino. Cuarto, el problema de la graduación no se resuelve regresando al examen de ingreso de la dictadura militar, sino realizando inversiones apropiadas para incrementar el porcentaje y la cantidad de graduados.
En otro orden de cosas, ¿quién dijo que lo que hacen las universidades en graduar y graduar? Sólo un gran desconocimiento del sistema universitario puede provocar esa suposición. Las universidades hoy son el principal lugar donde trabajan los investigadores de ciencia y tecnología del país, es decir, son las mayores productoras de conocimiento, en articulación con el Conicet. Por ello mismo, realizan transferencia de tecnología, patentes y trabajan junto a empresas en procesos de desarrollo. Están insertas en la trama social local: realizan actividades culturales y extensión trabajando con comunidades en todo el país. Son un nodo crucial de la internacionalización y de la inserción global de la Argentina: las decenas de universidades públicas tienen acuerdos académicos y científicos con los países más importantes del mundo. Son además parte del desarrollo de las industrias culturales de carácter público. La relevancia de las editoriales universitarias, sus publicaciones científicas y culturales es enorme en el país.
Está comenzando a regresar, aún de modo solapado, un eficientismo neoliberal. Puramente ideológico, desconoce las realidades de la universidad pública actual. Hasta qué punto las palabras que revelamos aquí se harán públicas y regirán las políticas oficiales, es aún una incógnita. La profunda ignorancia sobre las universidades puede terminar desatando irrefrenables fantasmas del pasado.
* Antropólogo social.

miércoles, 23 de marzo de 2016

El Ciclo Básico de la UBA no es un parche

Debate
Silvia Rivera
El brillo superficial del triunfalismo tecnocrático resuena en las palabras del Ministro de Educación Esteban Bullrich quien hace poco afirmó que el Ciclo Básico Común (CBC) es un “parche” y que, por lo tanto, sus funciones bien podrían ser absorbidas por otros niveles educativos. 
Igual brillo superficial y mediocre triunfalismo resuena en sus acciones, cuando desde el Rectorado de la Universidad de Buenos Aires se promueve el uso de tecnologías educativas no como complemento enriquecedor del proceso de aprendizaje sino como sustituto empobrecedor del encuentro formativo. 
El CBC no es en modo alguno un “parche”, sino una propuesta educativa superadora que reformula el primer año de la Universidad en base a objetivos de integración e inclusión. El ejercicio transdiciplinar y la promoción del pensamiento crítico y reflexivo son sus pilares, así como también la formación de los estudiantes en tareas específicas que definen la identidad del espacio universitario, tales como la producción y transferencia de conocimiento en su dimensión epistemológica, ética y social. 
El CBC responde de este modo a las tres funciones básicas de la Universidad: docencia, investigación y extensión. Y no sólo responde a ellas, sino que las potencia porque en su rol integrador desarrolla investigaciones que tienen a la universidad como objeto de estudio, optimizando propuestas pedagógicas e institucionales. 
Es verdad que el potencial del CBC no siempre se ha podido desplegar en toda su extensión debido a falencias presentes en niveles educativos previos, a la adjudicación de presupuestos magros y a la perpetua postergación de su institucionalización plena. Sin embargo, sus logros resultan evidentes, de modo que la esperada mejora de la Escuela Media no torna prescindible al CBC sino, muy por el contrario, se presenta como una de las condiciones de posibilidad para su óptimo funcionamiento. 
Claro está que la inversión en una propuesta de calidad para la universidad pública -como la que representa el CBC- no tiene lugar en la agenda de un gobierno que parece basar su gestión en la lógica del recorte, del individualismo extremo y el reduccionismo simplificador. 
El Ciclo Básico Común molesta con su sola presencia en tanto desafía todo proyecto que se sostiene en tecnicismos vacíos y banales optimismos tecnocráticos. El CBC molesta y por lo tanto se impone neutralizarlo para que el desierto avance: ya sea declarándolo prescindible, ya ensalzando las bondades de cursos virtuales que desplazan maestros -en el sentido pleno del término- en pos de técnicos en educación a distancia. Como ya nos advirtiera el Zarathustra de Nietzsche: “El desierto crece: ¡Ay de aquel que alberga desiertos!” 
Silvia Rivera es Profesora de Introducción al Pensamiento Científico del CBC (UBA)