domingo, 24 de agosto de 2014
sábado, 23 de agosto de 2014
domingo, 17 de agosto de 2014
Burguesía pobre, empresarios ricos
Publicado el 12 de Septiembre de 2010 Por Hernán Brienza
Periodista, escritor y politólogo.
Quien cree que el Estado estuvo ausente en los ’90 no alcanza a desprenderse todavía de algunos principios económicos que horadaron a este país en los años noventa. No se trató de un Estado ausente, sino de un Estado al servicio de los grupos económicos más poderosos del país.
Periodista, escritor y politólogo.
Quien cree que el Estado estuvo ausente en los ’90 no alcanza a desprenderse todavía de algunos principios económicos que horadaron a este país en los años noventa. No se trató de un Estado ausente, sino de un Estado al servicio de los grupos económicos más poderosos del país.
Una
frase fetiche se les ha pegado en los últimos tiempos a los políticos
oficialistas. Reunión a la que uno vaya, ellos expresarán con una
certeza inexpugnable: “No queremos un Estado ausente”, como si hubieran
encontrado una verdad alumbradora, a quien quiera escucharlos. Uno
comprende la alegría con que produce hallar una frase que permita
resignificar el rol del aparato estatal en una nueva etapa, pero habría
que tener cuidado qué lectura histórica se hace de los procesos
políticos, económicos y sociales del pasado. Posiblemente, la idea de un
“Estado ausente” provenga de una concepción noventista de la economía,
pero que, con honestidad intelectual, y viendo los resultados de lo que
se llamó el neoliberalismo, hace una fuerte crítica a esa supuesta falta
de presencia del Estado. No es un detalle menor o un galimatías. Quien
cree que el Estado estuvo ausente en los años noventa no alcanza a
desprenderse todavía de algunos principios económicos que horadaron a
este país en los ’90.
Juan Domingo Perón –perdonen el exceso de ortodoxia discursiva– solía decir que “la economía nunca ha sido libre: o la controla el Estado en beneficio del Pueblo o lo hacen los grandes consorcios en perjuicio de este”. Tenía razón, claro. Pero hay algunas cosas interesantes en esa proposición y es que, justamente, habla del rol del aparato estatal. Primero, que no hay libertad ni ausencias. Segundo, que el rol del Estado es estar a favor de las mayorías o del pueblo y no de las corporaciones: este concepto fue escrito hace más de 40 años. Y tercero, que si el Estado no cumple con su rol no se ausenta, sino que es usado por los grandes consorcios para su propio beneficio y en contra, justamente, del aparato estatal.
Eso fue justamente lo que ocurrió en los años noventa y durante la dictadura militar. No se trató de un Estado ausente, sino de un Estado al servicio de los grupos económicos más poderosos del país y en contra de su propia existencia. En 25 años vio multiplicada su deuda externa de 7 mil millones de dólares a 180 mil millones, pero además se produjo la transferencia de ingresos más feroz de la historia (de una distribución del 53% a favor del trabajo se pasó al 77% a favor del capital) y, como demuestra Mario Rapoport en su monumental Historia económica, política y social de la Argentina se ha producido una brutal concentración y oligopolización del sistema económico (es decir, al interior de cada rubro de producción industrial, agrícolo ganadero y financiero, han sido beneficiados los grandes grupos en contra de los pequeños y medianos empresarios y productores).
Y el Estado fue partícipe de ese proceso. No estuvo ausente. Porque el Estado, si bien no es un aparato desideologizado, está allí para ser llenado de decisiones y políticas públicas. Parafraseando a Perón, se podría decir que “un Estado nunca está ausente: o lo controla el Pueblo en su beneficio a través de los políticos que elige o lo hacen los grandes consorcios en su perjuicio del pueblo y del Estado y en provecho de sí mismos”.
Ahora bien, ¿cómo se llena un Estado de poder real? Mediante una confluencia de sectores políticos, económicos y sociales o por la fuerza. Si no, sólo se administra con mayor o menor eficacia. Como la política no se hace desde París, sino tomando decisiones que beneficien o perjudiquen a unos o a otros, es que se necesita una alianza de sectores. El peronismo fue tradicionalmente eso: un puente entre los sectores populares con una identidad relativamente fuerte y sectores dirigentes industriales que, en mayor o menor medida y por un lapso breve o prolongado, apoyaron la experiencia justicialista. El problema es que a lo largo de la historia sólo el sector del trabajo ha permanecido fiel a su compromiso peronista. Contradiciendo a sus propios intereses, los industriales han defeccionado una y otra vez a su rol histórico de construir un mercado interno, basado en el desarrollo industrial y que permitiera explorar el terreno de una exportación de productos manufacturados. Han defeccionado en su rol de conductores o sector dirigente para convertirse en patrones de estancias. Utilizaron el Estado sólo para sus negocios personales. Como el Grupo Techint o Loma Negra, por ejemplo, que luego de haber sido subsidiados históricamente por todos los argentinos a través de las políticas de promoción industrial y beneficiados por negociados con el Estado, vendieron sus empresas a capitales extranjeros como si se trataran de reliquias exclusivamente familiares y no estuviera en juego el esfuerzo de todos los argentinos. Porque cuando un ciudadano común paga el 21% de IVA, ese dinero no sólo va para la asistencia social, también va a subsidios y promociones industriales. O como Cristiano Rattazzi, el presidente de Fiat Auto Argentina, que después de asistir a un crecimiento anual de su sector en un promedio de nueve puntos, se despacha contra el modelo económico y realiza críticas públicas para esmerilar el consenso político del gobierno en su enfrentamiento con un grupo oligopólico como Clarín.
Desgraciadamente, los argentinos debemos sufrir una burguesía con síndrome maníaco depresivo y con tendencias automutilantes y suicidas. De otra manera no se entiende por qué apoyaron a la dictadura militar y al proceso neoliberal 1989-2002, y no se escucharon a los Rattazzi criticar la política de desindutrialización de los años noventa. Tampoco se escuchó a la Unión Industrial Argentina o a la Asociación de Empresarios Argentinos patalear cuando devastaban el mercado interno con la convertibilidad y el liberalismo comercial.
(Digresión: ¿El caso Papel Prensa puede alumbra y ayudar a comprender la desaparición de la Confederación General Económica de José Ber Gelbard? ¿Es necesaria hoy para el país una nueva CGE que limite el poder de los industriales suicidas?)
La burguesía argentina siempre ha tenido problemas de identidad no resuelta. Ya lo explicó Jorge Abelardo Ramos en su libro Revolución y contrarrevolución en la Argentina cuando le dio al Ejército argentino, conducido por Julio Argentino Roca, el rol de suplantar a la burguesía nacional que no quería asumir su rol histórico. De hecho, la línea de Enrique Mosconi y Manuel Savio, que confluye en el GOU y en el primer peronismo, son herencias, para Ramos, de esa Generación del ’80. Ahí tampoco, claro, el Estado estuvo ausente. Alguien podría pensar que, en definitiva, el problema de la burguesía argentina ha sido que nunca ha tenido el peso económico que sí tuvo el campo, por ejemplo, a lo largo de la historia. Pero sería una falsedad afirmar eso. El problema está en un desfasaje que ya había marcado Arturo Jauretche en su libro El medio pelo... como “tilinguería”: pensarse así mismo como lo que uno no es. En la Argentina, los sindicalistas piensan como empresarios, los industriales como terratenientes y los oligarcas como industriales de los países centrales. Lo que sí es cierto es que siempre han sabido defender sus intereses particulares. Ahora, por ejemplo, saldrán a fustigar el más que interesante proyecto de Héctor Recalde de participación de los trabajadores en las ganancias empresarias. Y es allí donde demuestran su “patronismo” de estancia. Sólo van por la ganancia. Renunciaron a su rol histórico. A esa renuncia, le debemos los argentinos un país con una pobre burguesía, pero, obviamente, con ricos empresarios que se beneficiaron con un Estado nunca ausente. <
Juan Domingo Perón –perdonen el exceso de ortodoxia discursiva– solía decir que “la economía nunca ha sido libre: o la controla el Estado en beneficio del Pueblo o lo hacen los grandes consorcios en perjuicio de este”. Tenía razón, claro. Pero hay algunas cosas interesantes en esa proposición y es que, justamente, habla del rol del aparato estatal. Primero, que no hay libertad ni ausencias. Segundo, que el rol del Estado es estar a favor de las mayorías o del pueblo y no de las corporaciones: este concepto fue escrito hace más de 40 años. Y tercero, que si el Estado no cumple con su rol no se ausenta, sino que es usado por los grandes consorcios para su propio beneficio y en contra, justamente, del aparato estatal.
Eso fue justamente lo que ocurrió en los años noventa y durante la dictadura militar. No se trató de un Estado ausente, sino de un Estado al servicio de los grupos económicos más poderosos del país y en contra de su propia existencia. En 25 años vio multiplicada su deuda externa de 7 mil millones de dólares a 180 mil millones, pero además se produjo la transferencia de ingresos más feroz de la historia (de una distribución del 53% a favor del trabajo se pasó al 77% a favor del capital) y, como demuestra Mario Rapoport en su monumental Historia económica, política y social de la Argentina se ha producido una brutal concentración y oligopolización del sistema económico (es decir, al interior de cada rubro de producción industrial, agrícolo ganadero y financiero, han sido beneficiados los grandes grupos en contra de los pequeños y medianos empresarios y productores).
Y el Estado fue partícipe de ese proceso. No estuvo ausente. Porque el Estado, si bien no es un aparato desideologizado, está allí para ser llenado de decisiones y políticas públicas. Parafraseando a Perón, se podría decir que “un Estado nunca está ausente: o lo controla el Pueblo en su beneficio a través de los políticos que elige o lo hacen los grandes consorcios en su perjuicio del pueblo y del Estado y en provecho de sí mismos”.
Ahora bien, ¿cómo se llena un Estado de poder real? Mediante una confluencia de sectores políticos, económicos y sociales o por la fuerza. Si no, sólo se administra con mayor o menor eficacia. Como la política no se hace desde París, sino tomando decisiones que beneficien o perjudiquen a unos o a otros, es que se necesita una alianza de sectores. El peronismo fue tradicionalmente eso: un puente entre los sectores populares con una identidad relativamente fuerte y sectores dirigentes industriales que, en mayor o menor medida y por un lapso breve o prolongado, apoyaron la experiencia justicialista. El problema es que a lo largo de la historia sólo el sector del trabajo ha permanecido fiel a su compromiso peronista. Contradiciendo a sus propios intereses, los industriales han defeccionado una y otra vez a su rol histórico de construir un mercado interno, basado en el desarrollo industrial y que permitiera explorar el terreno de una exportación de productos manufacturados. Han defeccionado en su rol de conductores o sector dirigente para convertirse en patrones de estancias. Utilizaron el Estado sólo para sus negocios personales. Como el Grupo Techint o Loma Negra, por ejemplo, que luego de haber sido subsidiados históricamente por todos los argentinos a través de las políticas de promoción industrial y beneficiados por negociados con el Estado, vendieron sus empresas a capitales extranjeros como si se trataran de reliquias exclusivamente familiares y no estuviera en juego el esfuerzo de todos los argentinos. Porque cuando un ciudadano común paga el 21% de IVA, ese dinero no sólo va para la asistencia social, también va a subsidios y promociones industriales. O como Cristiano Rattazzi, el presidente de Fiat Auto Argentina, que después de asistir a un crecimiento anual de su sector en un promedio de nueve puntos, se despacha contra el modelo económico y realiza críticas públicas para esmerilar el consenso político del gobierno en su enfrentamiento con un grupo oligopólico como Clarín.
Desgraciadamente, los argentinos debemos sufrir una burguesía con síndrome maníaco depresivo y con tendencias automutilantes y suicidas. De otra manera no se entiende por qué apoyaron a la dictadura militar y al proceso neoliberal 1989-2002, y no se escucharon a los Rattazzi criticar la política de desindutrialización de los años noventa. Tampoco se escuchó a la Unión Industrial Argentina o a la Asociación de Empresarios Argentinos patalear cuando devastaban el mercado interno con la convertibilidad y el liberalismo comercial.
(Digresión: ¿El caso Papel Prensa puede alumbra y ayudar a comprender la desaparición de la Confederación General Económica de José Ber Gelbard? ¿Es necesaria hoy para el país una nueva CGE que limite el poder de los industriales suicidas?)
La burguesía argentina siempre ha tenido problemas de identidad no resuelta. Ya lo explicó Jorge Abelardo Ramos en su libro Revolución y contrarrevolución en la Argentina cuando le dio al Ejército argentino, conducido por Julio Argentino Roca, el rol de suplantar a la burguesía nacional que no quería asumir su rol histórico. De hecho, la línea de Enrique Mosconi y Manuel Savio, que confluye en el GOU y en el primer peronismo, son herencias, para Ramos, de esa Generación del ’80. Ahí tampoco, claro, el Estado estuvo ausente. Alguien podría pensar que, en definitiva, el problema de la burguesía argentina ha sido que nunca ha tenido el peso económico que sí tuvo el campo, por ejemplo, a lo largo de la historia. Pero sería una falsedad afirmar eso. El problema está en un desfasaje que ya había marcado Arturo Jauretche en su libro El medio pelo... como “tilinguería”: pensarse así mismo como lo que uno no es. En la Argentina, los sindicalistas piensan como empresarios, los industriales como terratenientes y los oligarcas como industriales de los países centrales. Lo que sí es cierto es que siempre han sabido defender sus intereses particulares. Ahora, por ejemplo, saldrán a fustigar el más que interesante proyecto de Héctor Recalde de participación de los trabajadores en las ganancias empresarias. Y es allí donde demuestran su “patronismo” de estancia. Sólo van por la ganancia. Renunciaron a su rol histórico. A esa renuncia, le debemos los argentinos un país con una pobre burguesía, pero, obviamente, con ricos empresarios que se beneficiaron con un Estado nunca ausente. <
Cambio de lógica
Por Cristian J. Caracoche *
Si
bien no existe una definición totalmente aceptada en la comunidad
académica sobre qué es el capitalismo, entre los economistas podemos
encontrar cierto consenso sobre algunos aspectos esenciales que
caracterizan a este modo de producción, tales como el trabajo
asalariado, la primacía del interés privado, la diferenciación de
funciones en el proceso productivo, las relaciones clasistas, la
competencia, la libertad económica, la supremacía del mercado o la
propiedad privada, entre otros.
Desde
los albores del sistema al presente, estos aspectos han sufrido cambios
en sus manifestaciones materiales debido a vaivenes y crisis
recurrentes, que han hecho reacomodar periódicamente su lógica, con la
única finalidad de mantener el funcionamiento del proceso productivo
bajo la órbita capitalista. Es así que cuando el amenazante “fantasma
que recorría Europa” se encontraba en un auge nunca antes visto y el
mundo occidental se hundía en la peor crisis de su historia, de la mano
de Keynes el capitalismo debió modificar aspectos clave como la libre
competencia, la supremacía del mercado y la libertad económica, en pos
de refundar la idea con la cual se concebía económicamente al Estado y
obtener un poco más de oxígeno para continuar funcionando. Situaciones
similares se vivieron en la crisis actual cuando el ex presidente de
Estados Unidos debió pedir perdón a su pueblo por intervenir en la
economía al utilizar la “mano invisible” estatal en el mercado bancario.
Las principales transformaciones del capitalismo, según la historia
escrita, han tenido lugar en respuesta a las crisis periódicas que han
amenazado el corazón del sistema.
Ahora
bien, dichos cambios llevados a la práctica de forma “reactiva”, ¿han
sido los únicos cambios significativos que ha sufrido la lógica
capitalista en sus jóvenes 250 años?
Repasando
la historia, encontramos que desde principios del siglo XX, el
capitalismo potenció su desarrollo de la mano del modelo fordista. Dado
un tipo de trabajo esencialmente físico, la producción en serie y el
consumo masivo, se configuraba un sistema donde se pagaba una
remuneración fija al trabajador a cambio de la libre utilización
productiva de su fuerza laboral durante un tiempo determinado. Esta
lógica desarrollada en la contratación de mano de obra se traducía en
las recordadas palabras de Henri Ford Five dollars a day for an
eight-hour day. Es decir, que una vez “adquirida” la jornada laboral,
esta se transformaba en un costo hundido para el empresario, que debía
explotar al máximo la capacidad de generar valor que tenía el
trabajador; por lo cual el capitalista incurría en un costo cierto, con
la expectativa de un beneficio incierto, ya que, si bien la
productividad media se encontraba comúnmente entre ciertos parámetros,
estos no eran garantía de rendimiento y cualquier falla en el cálculo
del tiempo necesario de trabajo podría generar pérdidas.
Pasada
la mitad del siglo XX, con el avance de la tecnología, la mayor
mecanización de los procesos de trabajo físicos y el aumento de la
importancia del sector servicios en el PBI de la mayoría de naciones
comenzó a darse un vuelco hacia el trabajo intelectual. A la par de este
cambio en la lógica laboral, sobrevino otro cambio en la forma de
contratación, con el “trabajo por objetivos”. A partir de aquí, según la
nueva ola, el trabajo a realizar por el empleado comienza a estar
acordado desde un primer momento, al igual que la remuneración, pero
esta vez se deja como variable libre el tiempo insumido en la tarea, es
decir la extensión de la jornada laboral. De esta forma comienzan a
vislumbrarse nuevas tendencias como el teletrabajo, los incentivos “no
económicos” y las horas extra no remuneradas.
Durante
el siglo XX, la forma de contratación de mano de obra ha cambiado de
una lógica caracterizada con una remuneración y una jornada laboral
predeterminada y beneficios indeterminados, a otra lógica donde la
remuneración y los beneficios están determinados a priori con una
jornada laboral determinada a posteriori, y que por lo general es mayor a
la normal, de 45 horas semanales.
Esta
última modificación en la lógica de contratación desembarcó en la
Argentina de la mano del menemismo, la flexibilización laboral y los
modelos de management importados que llegaron en los ’90, aumentando la
explotación del sector trabajador. En los últimos meses se viene dando
un debate en torno al proyecto de ley que intenta distribuir entre los
trabajadores el 10 por ciento de las ganancias empresariales. De
aprobarse esta iniciativa, en principio, se estaría cambiando nuevamente
la lógica reinante, al pasar a un nuevo modelo donde tanto la
remuneración a los empleados como los beneficios empresariales y la
jornada laboral estarían determinados al finalizar el proceso
productivo.
* Economista UNLZ.
© 2000-2011 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Todos los Derechos Reservados
Charly Garcia — Jose Mercado 1980
Jose
Mercado compra todo importado
TV a colores, sindrome de Miami.
Alfombras
Persas, muñequitas de goma,
Olor a Francia y los digitales.
Hering -
Chanel - Discoshow
Jose Mercado para ahorrar el pasaje
Se fue en un
charter del Gurú Maharaj - jj
Volvio con cosas para la oficina
Y ni
noticias de la luz divina
Pan Am - Hong Kong - Disneyworld
Pide rebaja
antes de ver el prospecto
Viaja a Marruecos pero no le hace efecto.
Jose
es licenciado en Economía,
Pasa la vida comprando porquerias.
Yo también.
Crisis en España
Otro jueves negro en el Wall Street
Journal,
desde el veintinueve la bolsa no hace
crack,
cierra la oficina crece el desvarío,
los peces se amotinan contra
el dueño del rio.
En el vencidinario a la hora del rosario
ni carne ni pescao,
dame otra pastilla de Apocalipsis now
mientras se apolilla el libro rojo de
Mao.
crisis en el ego,
todos al talego,
crisis en el adoquin.
Crisis de valores,
funeral sin flores,
dólares de calcetín.
Crisis en la escuela,
quien no corre vuelva,
sexo, drogas, rock and roll.
crisis en los huesos
fotos de sucesos,
cotos de caza menor.
Dan ganas de nada mirando lo que
hay:
ayuno y vacas flacas de Tánger a
Bombay.
Siglo XXI, desesperación,
este año los reyes magos dejan
carbón.
Y la gorda soñado que le aborda el
crucero
un fiero somalí.
A ritmo de cangrejo avanza el porvenir.
Crisis en el cielo,
crisis en el suelo,
crisis en la catedral.
Crisis en la cama,
cada sueño un drama,
un euro es un dineral.
Crisis en la luna,
la diosa fortuna
debe un año de alquiler.
Crisis con ladillas,
manchas amarillas,
pánico del día después.
Crisis en la moda,
firma y no me jodas,
esta no es nuestra canción.
Guerra de intereses,
vuelvo haciendo eses,
ábreme por compasión.
Putas de rebajas,
reyes sin baraja,
inmundo mundo mundial.
Sábado sin noche,
méxico sin coches,
libro sin punto final.
Cómete los mocos,
no te vuelvas loco,
múdate a Nueva Orleans.
Gripe postmoderna,
rabo entre las piernas,
Clark Kent ya no es superman.
Mierda y disimulo,
crisis por el culo
del zulo a tu nariz.
Crisis, crisis, crisis…
|
Fuente: musica.com
|
Joaquín Sabina
|
El efecto...
Por Bruno Susani *
Thomas
Piketty, profesor de la Ecole d’Economie de Paris, acaba de publicar un
libro importante sobre la desigualdad en la distribución del ingreso.
Le Capital au XXIème Siècle, Ed. Le Seuil, 2013, apareció hace dos
semanas en los Estados Unidos bajo el mismo título, Capital in the
Twenty-First Century, Harvard, University Press, 2014. Paul Krugman
señaló que esta obra cambiaba completamente la forma de abordar el
problema de las desigualdades del ingreso en la teoría económica. La
gran editorial universitaria de los Estados Unidos, que habitualmente
brilla por la circunspección de las carátulas, cedió a la tentación e
inscribió la primera palabra del titulo, “Capital”, en letras rojas y
enormes que recordaban otro libro famoso.
Comencemos,
ante todo, rindiendo homenaje al autor, ya que este libro de más de mil
páginas en la edición francesa, 696 en la versión inglesa, con 160
gráficos y cuadros estadísticos es un libro de consulta, un trabajo
gigantesco de compilación y tratamiento de datos sobre la distribución
del ingreso en las economías de 26 países, de lo que resulta una suma
estadística, una obra monumental antes que un best-seller. Thomas
Piketty es, en la actualidad, el economista francés más prestigioso. Fue
recibido el 15 de abril en la Casa Blanca, por el Council of Economic
Advisers del presidente Barack Obama, y por el secretario del Tesoro de
los Estados Unidos, Jack Lew. Al día siguiente, el autor participó en el
Graduate Center en un debate en Internet (economistsview.type pad.com) y
el sitio Amazon y The New York Times lo ubicaron, el 26 de abril de
2014, en el “top” de las ventas, con 60.000 ejemplares, bastante más que
Games of Thrones.
En
términos teóricos, recordemos que Simon Kuznets, Premio Nobel en 1971,
uno de los padres, a la vez, de la introducción de la estadística en
economía y de las cuentas nacionales, había observado en su libro
Economic Growth and structure, que en los Estados Unidos, y en los
países más industrializados de Europa durante la primera mitad del
siglo, la parte del producto bruto captada por el último decil –el 10
por ciento de la población que gana más– había sensiblemente disminuido a
partir de 1914. Piketty muestra en su libro que a partir de 1980, se
observa un incremento de la parte del ingreso captado por ese sector de
la población y que sobre el siglo que va desde 1914 al 2012, la parte
del ingreso del 10 por ciento que gana más tiene una forma de U, baja
entre 1914 y 1980 y vuelve a aumentar a partir de esa fecha.
En
la primera fase la disminución de la parte del ingreso percibida por el
10 por ciento de los que ganan más no había, sin embargo, modificado un
parámetro esencial: que el ahorro y la inversión eran realizados, como
lo señaló Kuznets, solamente por el 5 por ciento más rico de la
población. Eso hacía que la mejora de la distribución del ingreso, una
disminución del coeficiente de Gini, no impidiera que hubiera una
continuidad en la concentración del patrimonio en el sector más rico de
la sociedad. Piketty muestra en este sentido que después de los años
’80, la parte del ingreso total que obtiene este sector, como así
también el patrimonio, se ha incrementado, gracias a la disminución de
los impuestos directos –vale decir, al ingreso– y a los derechos
sucesorios. Es muy probable que dicha evolución haya sido similar en
Argentina; que la parte del ingreso global obtenido por el 10 por ciento
de los argentinos que ganan más, luego de disminuir durante el gobierno
peronista, haya vuelto a incrementarse después del golpe cívico-militar
de 1976, volviendo así a recuperar varios –quizás una decena– puntos
porcentuales que había perdido durante el gobierno peronista.
La tesis
Piketty
muestra y recuerda a los norteamericanos que los Golden Sixties fueron
los años en los cuales las desigualdades sociales de patrimonio y de
ingresos eran menos importantes que lo que son hoy. Si la parte del
ingreso nacional que recibe el 10 por ciento que gana más bajó a partir
de los años ’30, fue el resultado de la crisis y de las leyes
rooseveltianas sobre los impuestos a la herencia y a las ganancias,
cuando la tasa marginal de este último llegaba al 91 por ciento. Los
editorialistas económicos ortodoxos de Buenos Aires lo considerarían hoy
“confiscatorio”, lo cual conviene recordar es también la narrativa de
la ultraderecha norteamericana, la cual parece gozar de una gran
simpatía en las elites modernas y “democráticas” argentinas. Pero está
bastante claro que en la Argentina si los medios hablan mucho de la
pobreza es porque no desean hablar de la concentración de la riqueza ya
que, obviamente, si hay muchos pobres es porque los ricos lo son
demasiado. Si el libro del iniquity gurú ha tenido ese éxito en los
Estados Unidos es justamente porque los norteamericanos comienzan a
comprender que los homeless no surgen de la nada.
Los
análisis realizados por Piketty y Emmanuel Sáez, profesor de la
Universidad de Berkeley, muestran que las desigualdades no sólo se
manifiestan en los ingresos cada vez más elevados del 10 por ciento que
gana más, pero llegan a niveles escandalosos en el “top 1 por ciento”,
el 1 por ciento formado por directivos de empresas y bancos que ganan
fortunas.
La existencia
de estos ingresos estrafalarios plantea interrogantes importantes a los
economistas que van más allá de los debates emblemáticos sobre la
justicia en una democracia. En primer lugar, surge el interrogante sobre
la vigencia de las instituciones políticas democráticas, ya que éstas
pueden verse alteradas y envilecidas por el dinero y el poder que éste
otorga y así dejen de poseer su rol estabilizador. En segundo lugar, la
concentración de la riqueza limita el crecimiento económico y de los
ingresos, son un freno al crecimiento económico en la medida en que éste
está asociado a una distribución del ingreso que permita la expresión
de una demanda elevada.
La
vulgata liberal justifica la existencia los altos niveles de ingresos
de por lo menos dos maneras: por un lado, sostiene que los sueldos
exorbitantes que se asignan a sí mismos los CEO de las grandes empresas y
de los bancos son una remuneración normal habida cuenta de sus
capacidades para dirigirlos, ya que logran los mejores resultados para
los accionistas. Pero los estudios realizados no permiten ratificar este
aserto y muestran que, muy a menudo, ocurre lo contrario. La crisis
financiera de 2008 lo ha demostrado ampliamente. En segundo lugar, se
sostiene que las altas ganancias de las empresas y las remuneraciones de
los accionistas y de los dirigentes permiten invertir e incrementar la
producción y el empleo y que, en última instancia, favorecen al conjunto
de la sociedad. Esta es la justificación del capitalismo, pero la
historia reciente muestra que tampoco es así. Las tasas de crecimiento
en los países industriales son más bajas en el período post-1980 que
aquéllas de la década de los años 1960, cuando la distribución del
ingreso era menos injusta, lo cual muestra que las performances del
capitalismo tienen poco que ver con las remuneraciones de los dirigentes
y los accionistas o con una distribución muy desigual del ingreso.
La
injusticia social genera ganadores, los que son los favorecidos, y
perdedores, los que la padecen. Las desigualdades siderales en la
distribución del ingreso pueden ser a veces condenadas porque son
moralmente injustificables y es normal que la gente de buena voluntad se
indigne frente a ellas, que generan a menudo situaciones atroces. Sin
embargo, la condena moral de aquellos a quienes esto beneficia no es
suficiente, ya que la teoría económica ortodoxa afirma que la
distribución del ingreso es el resultado del “libre juego de las fuerzas
del mercado” y que ésta es, siempre, la más adecuada y además la única
solución eficiente y óptima, puesto que asegura el pleno empleo de los
factores. Argumento que permite a los editorialistas económicos de los
medios sugerir que las desigualdades son el precio que una parte de la
sociedad (los pobres) debe pagar para asegurar una mayor eficiencia que
favorece al conjunto de la misma.
Keynes
demostró que este postulado es falso, puesto que el equilibrio existía
en múltiples casos en los que hay factores de producción desempleados y
que era más común encontrar los múltiples casos de equilibrios con
desempleo que un equilibrio con pleno empleo. Evidentemente, la
injusticia social no es una condición para la eficacia económica sino
todo lo contrario.
La
tesis de Piketty es que, actualmente, en Estados Unidos y en los países
europeos, en materia de distribución del ingreso, una parte
significativa de los salarios va a los detentores del capital y su
tendencia no sigue, como lo afirma la teoría ortodoxa, la evolución de
la productividad del trabajo.
Existe
una relación evidente, que raramente es enseñada a los alumnos de la
licenciatura en economía, que es bastante simple. Los agentes económicos
que tienen los mayores ingresos poseen además los patrimonios más
importantes. Piketty muestra en su libro que la concentración de los
ingresos en estos últimos años está acompañada por una concentración de
los patrimonios.
Si se
analizara el caso argentino con la metodología de Piketty-Sáez, esto
explicaría una parte del estancamiento económico argentino en las
décadas de los ’80 y los ’90. Actualmente, en Argentina, con un PIB de
alrededor de 500 mil millones de dólares y un patrimonio global que
incluye las fábricas, los haberes en dólares, las cuentas corrientes en
Argentina y en el extranjero, joyas, activos financieros, parque
inmobiliario, la tierra, las maquinarias, etc., se puede estimar en 1,5
billones de dólares. Para que el 10 por ciento más rico obtenga el 30
por ciento del PIB, como aparece en la encuesta de hogares, la tasa de
rendimiento del patrimonio tiene que ser del 10 por ciento, lo cual es
una enormidad. Como lo señala Piketty, en los países industriales el
crecimiento del patrimonio del 10 por ciento de los que ganan más es
espectacular, pero no así el crecimiento económico. Vale decir que una
parte significativa de estos ingresos excesivos no son invertidos sino
esterilizados en gastos suntuarios o en bienes no directamente
productivos. El autor sostiene que esto último es una indicación de que
se ha salido de un capitalismo empresarial que produjo el extraordinario
crecimiento económico durante el siglo XX y estamos entrando en una
suerte de capitalismo patrimonial que recuerda aquel del siglo XIX.
La desigualdad
El
incremento de la concentración del ingreso en el 10 por ciento que gana
más y la tendencia a la concentración patrimonial tienen una gran
importancia en la evolución económica, que había sido ya señalada por
Harrod cuando formuló, en 1948, el primer modelo de crecimiento
económico. El modelo, llamado del “filo de la navaja”, debía su nombre a
la inestabilidad provocada por las variaciones de la demanda efectiva
que, como lo explicaba Keynes, tiene que ver con la concentración del
ingreso. Los que ganan más ahorran más y un exceso de ahorro, al que se
le agregan expectativas negativas de la inversión, conduce a la caída de
la demanda. En teoría económica pura, bajo ciertas condiciones e
hipótesis, la evolución económica se puede describir a través de la
igualdad g=r, donde g es la tasa de crecimiento y r la tasa de
crecimiento del capital en el sentido indicado como conjunto del
patrimonio. Piketty sostiene que esta igualdad ya no se verifica, ya que
actualmente g < r, lo cual quiere decir que la tasa de crecimiento
es inferior al incremento del capital, o dicho de otra manera, que el
incremento patrimonial no es utilizado para incrementar la inversión
productiva. Esto es bien conocido en Argentina, donde una parte de las
ganancias del 10 por ciento que gana más se “evapora”, ya que es
expatriada o guardada en dólares, pero no invertida para incrementar el
acerbo del capital productivo. Pero eso es una vieja manía de las clases
poseedoras del patrimonio en este país.
* Ex Consejero Regional de Ile de France (Grupo Socialista).
Doctor en Ciences Económicas de la Universidad de París.
El empate hegemónico argentino
Por Hernán Brienza
Periodista, escritor y politólogo.
Creemos que el empate hegemónico en la historia argentina se produce entre esas dos grandes tradiciones: el liberalismo-conservador y la línea nacional-popular.
Periodista, escritor y politólogo.
Creemos que el empate hegemónico en la historia argentina se produce entre esas dos grandes tradiciones: el liberalismo-conservador y la línea nacional-popular.
Por qué la
Argentina no encontró su lugar en el mundo durante 200 años de historia?
¿Por qué ha ido y vuelto entre dos modelos económicos que cada diez o
quince años se suplantaban y fundaban un nuevo país echando por tierra
todo lo que había construido su predecesor? ¿Por qué la Argentina no
puede realizar políticas a mediano y largo plazo que le permitan
mantener un rumbo estratégico? Hay muchas respuestas a estas incógnitas.
Muchas de ellas echan mano a cuestiones económicas, coyunturas
internacionales, discursos institucionalistas y republicanos, cuestiones
culturales, étnicas, prejuicios raciales. El problema no es sencillo,
claro, pero creo que en la reformulación de un concepto de Juan Carlos
Portantiero se puede hallar una punta para desenrollar la madeja: hablo
de la idea de “empate hegemónico”.
En 1973, Portantiero analizó el escenario político de la década de 1970 en términos gramscianos, y definió “empate hegemónico” como: “1- Mantenimiento crónico de una situación de crisis orgánica que no se resuelve como nueva hegemonía por parte de la fracción capitalista predominante ni como crisis revolucionaria para las clases dominadas. 2- Predominio de soluciones de compromiso en las que fuerzas intermedias, que no representan consecuentemente y a largo plazo los intereses de ninguna de las clases polares del nudo estructural ocupan el escenario de la política como alternativas principales, aun cuando su constitución sea residual y su contenido heterogéneo inexpresivo de las nuevas contradicciones generadas por el desarrollo del capitalismo monopolista dependiente en la Argentina. Con estos alcances tendría sentido una definición de la situación de hoy (1973) en el plano político-social como de empate: Cada uno de los grupos tiene suficiente energía como para vetar los proyectos elaborados por los otros, pero ninguno logra reunir las fuerzas necesarias para dirigir el país como le agradaría. Nuestra hipótesis es que la raíz de esa situación se halla en que ninguna de las clases sociales que lideran los polos de la contradicción principal (capital monopolista/proletariado industrial) y que son por ello objetivamente dominantes en su respectivo campo de alianzas ha logrado transformarse en hegemónica de un bloque de fuerzas sociales.”
La otra noche, mientras cenaba con dos amigos politólogos, Lucas Krotsch y Agustín Pineau, ensayábamos una reformulación del concepto de “empate hegemónico” y analizábamos la posibilidad de recuperarlo para reflexionar sobre los 200 años de historia argentina. ¿Ha vivido la Argentina en un empate hegemónico? Creemos que sí, aun cuando no hayan sido las mismas formas estructurales de poder, los mismos bloques históricos (dominación económica, política, cultural) e incluso cuando la idea de revolución y lucha de clases en términos marxistas no tuviera ninguna incidencia en el devenir histórico.
Creemos que el “empate hegemónico” en la historia argentina se produce entre esas dos grandes tradiciones: el liberalismo-conservador (con mayor o menor nivel de concentración y monopolización del poder y la riqueza) y línea nacional-popular (con mayor o menor nivel de distribución, democratización y desmonopolización del poder y la riqueza). Ya no se trata de la dicotomía falsa entre la Unión Cívica Radical y el Partido Justicialista en término electoralistas. Ya no se trata, ni siquiera, de la antinomia “peronismo-antiperonismo”, como quieren construir el relato con cierta malicia operadores culturales de uno u otro lado. La diferencia está dada por quienes, en cada coyuntura histórica (independencia-federalismo-yrigoyenismo-peronismo-kirchnerismo), han logrado ampliar la distribución de la mayor cantidad de recursos –políticos, económicos, culturales– en la mayor cantidad de individuos y sectores posibles de la sociedad.
El empate hegemónico se produjo en la historia argentina porque el liberalismo-conservador (representación política de los sectores dominantes) no ha tenido nunca la voluntad política ni la posibilidad –quizás por su propia lógica de “empoderamiento”– de incluir en su proyecto a las grandes mayorías que se vieron relegadas y condenadas a convertirse en víctimas de la represión en todas sus formas. Tal vez habría que hacer un paréntesis en dos momentos históricos que dieron la apariencia de incluir mayorías. Nos referimos al proyecto roquista que inició el proceso de convertir al “gaucho malo” en peón y sancionó la Ley 1420 de Educación –dicho esto sin olvidar la campaña de exterminio contra los pueblos originarios y el latrocinio de la tierras del sur–, y también, en los primeros años del menemismo, durante los cuales se había entrelazado una alianza de sectores dominantes y populares que parecía poner fin a la historia argentina. Las dos experiencias terminaron funestamente: En 1890 se produjo la crisis comercial y financiera más importante del siglo, y en 2001, como todos recordamos, el país volvió a estallar por los aires.
(Digresión 1: resulta interesante el juego discursivo respecto del pasado. Cuando el liberalismo-conservador se impone que “cierra etapas”, “da vuelta páginas”, “concluye la historia”. Cuando lo hace la línea nacional y popular, generalmente, “funda una nueva nación”, “abre etapas”, “reaviva la historia”.)
El problema que encontró la línea nacional para imponer su hegemonía fue, justamente, la concentración de recursos que propulsó siempre el liberalismo-conservador. Si bien este bloque logró tender lazos con las grandes mayorías e intentó incluir en la escena a los sectores populares, siempre se encontró con el límite de la ruptura institucional por parte de los sectores dominantes. En el derrocamiento de Manuel Dorrego, en diciembre de 1828, se halla la matriz de los posteriores golpes de Estado: el de 1852 contra Juan Manuel de Rosas, el de 1930 contra Hipólito Yrigoyen, el de 1955 contra Juan Domingo Perón, el de 1966 contra Arturo Illia, el de 1976, todos, claro, con sus diferencias y sus matices.
Como escribió Portantiero: “Cada uno de los grupos tiene suficiente energía como para vetar los proyectos elaborados por los otros, pero ninguno logra reunir las fuerzas necesarias para dirigir el país como le agradaría.” Es más, se podría decir, que, mientras los unos encuentran sus límites en las rupturas institucionales, los otros los encuentran en las crisis sociales, económicas y políticas que provocan sus experiencias gubernativas.
Por primera vez en muchos años, un estadio de la línea nacional y popular tiene la posibilidad de imponer un proyecto hegemónico a mediano plazo, más allá de la alternancia en el gobierno. De 2003 a la fecha, tanto el gobierno de Néstor Kirchner como el de Cristina Fernández han logrado, con serenidad, sin apresuramientos suicidas, ampliar la brecha de participación económica, política y social; lo que se conoce como “profundización del modelo”. Si el año que viene, como la mayoría de la encuestas sugiere, la presidenta gana las elecciones, se producirá por primera vez en 160 años la continuación de 12 años en el poder –tres mandatos– de un gobierno de este sector.
(Digresión 2: Los voceros del modelo liberal-conservador –Mariano Grondona, Elisa Carrió, Joaquín Morales Solá, por ejemplo– siempre han criticado la voluntad hegemónica del kirchnerismo. Curiosamemente, jamás se han quejado de la hegemonía impuesta durante siglo y medio por los “organizadores nacionales”.)
Con esa perspectiva por delante, quienes confían en este modelo compartirán con nosotros la idea de que es necesario comenzar a establecer estrategias a mediano y largo plazo. Es necesario proyectar la Argentina a 20 o 30 años, para transformar el modelo en un proyecto sustentable. Para eso parecería fundamental profundizar la batalla cultural –en términos valorativos, históricos, mediáticos y educativos–, establecer un pacto que permita encontrar un equilibrio duradero entre los distintos sectores productivos, y, claro, llevar adelante un mega-plan que permita erradicar de una vez por todas la infraestructura de la pobreza y la indigencia. La Argentina, a través de su obra pública, no puede darse el lujo de seguir manteniendo a gran parte de su pueblo en condiciones miserables. Es decir, aun cuando no sean resueltos los problemas de desocupación y de distribución de la riqueza, aun cuando el salario de un trabajador no supere la línea de la pobreza, el Estado debe garantizarle –como dice en la Constitución– viviendas dignas con agua potable, gas natural y cloacas.
De los 200 años de historia que festejamos los argentinos, menos de 50 años fueron gobernados por la línea nacional. La democracia, porque respeta la voluntad de las mayorías e impide, o al menos deslegitima, la posibilidad de rupturas institucionales, permite abrir esperanzas respecto de la posibilidad de imponer una hegemonía nacional y popular para estas tierras. Hoy, en el peronismo, por ejemplo, son pocos los cuadros y militantes que discuten abiertamente el modelo actual –hay sí críticas a la metodología pero no a la concepción valorativa–. Por eso es que resulta necesaria la formación de dirigentes, cuadros y militantes que extiendan y profundicen el modelo a lo largo del tiempo.
Por último: ¿Cuándo se consolida una hegemonía? Sencillo: cuando se produce el trasvasamiento generacional del que hablaba Juan Domingo Perón. Cuando un proyecto no depende exclusivamente de sus protagonistas. Todavía no es tiempo de hablar de estas cosas, claro, pero es tiempo de ir rumiándolas. <
En 1973, Portantiero analizó el escenario político de la década de 1970 en términos gramscianos, y definió “empate hegemónico” como: “1- Mantenimiento crónico de una situación de crisis orgánica que no se resuelve como nueva hegemonía por parte de la fracción capitalista predominante ni como crisis revolucionaria para las clases dominadas. 2- Predominio de soluciones de compromiso en las que fuerzas intermedias, que no representan consecuentemente y a largo plazo los intereses de ninguna de las clases polares del nudo estructural ocupan el escenario de la política como alternativas principales, aun cuando su constitución sea residual y su contenido heterogéneo inexpresivo de las nuevas contradicciones generadas por el desarrollo del capitalismo monopolista dependiente en la Argentina. Con estos alcances tendría sentido una definición de la situación de hoy (1973) en el plano político-social como de empate: Cada uno de los grupos tiene suficiente energía como para vetar los proyectos elaborados por los otros, pero ninguno logra reunir las fuerzas necesarias para dirigir el país como le agradaría. Nuestra hipótesis es que la raíz de esa situación se halla en que ninguna de las clases sociales que lideran los polos de la contradicción principal (capital monopolista/proletariado industrial) y que son por ello objetivamente dominantes en su respectivo campo de alianzas ha logrado transformarse en hegemónica de un bloque de fuerzas sociales.”
La otra noche, mientras cenaba con dos amigos politólogos, Lucas Krotsch y Agustín Pineau, ensayábamos una reformulación del concepto de “empate hegemónico” y analizábamos la posibilidad de recuperarlo para reflexionar sobre los 200 años de historia argentina. ¿Ha vivido la Argentina en un empate hegemónico? Creemos que sí, aun cuando no hayan sido las mismas formas estructurales de poder, los mismos bloques históricos (dominación económica, política, cultural) e incluso cuando la idea de revolución y lucha de clases en términos marxistas no tuviera ninguna incidencia en el devenir histórico.
Creemos que el “empate hegemónico” en la historia argentina se produce entre esas dos grandes tradiciones: el liberalismo-conservador (con mayor o menor nivel de concentración y monopolización del poder y la riqueza) y línea nacional-popular (con mayor o menor nivel de distribución, democratización y desmonopolización del poder y la riqueza). Ya no se trata de la dicotomía falsa entre la Unión Cívica Radical y el Partido Justicialista en término electoralistas. Ya no se trata, ni siquiera, de la antinomia “peronismo-antiperonismo”, como quieren construir el relato con cierta malicia operadores culturales de uno u otro lado. La diferencia está dada por quienes, en cada coyuntura histórica (independencia-federalismo-yrigoyenismo-peronismo-kirchnerismo), han logrado ampliar la distribución de la mayor cantidad de recursos –políticos, económicos, culturales– en la mayor cantidad de individuos y sectores posibles de la sociedad.
El empate hegemónico se produjo en la historia argentina porque el liberalismo-conservador (representación política de los sectores dominantes) no ha tenido nunca la voluntad política ni la posibilidad –quizás por su propia lógica de “empoderamiento”– de incluir en su proyecto a las grandes mayorías que se vieron relegadas y condenadas a convertirse en víctimas de la represión en todas sus formas. Tal vez habría que hacer un paréntesis en dos momentos históricos que dieron la apariencia de incluir mayorías. Nos referimos al proyecto roquista que inició el proceso de convertir al “gaucho malo” en peón y sancionó la Ley 1420 de Educación –dicho esto sin olvidar la campaña de exterminio contra los pueblos originarios y el latrocinio de la tierras del sur–, y también, en los primeros años del menemismo, durante los cuales se había entrelazado una alianza de sectores dominantes y populares que parecía poner fin a la historia argentina. Las dos experiencias terminaron funestamente: En 1890 se produjo la crisis comercial y financiera más importante del siglo, y en 2001, como todos recordamos, el país volvió a estallar por los aires.
(Digresión 1: resulta interesante el juego discursivo respecto del pasado. Cuando el liberalismo-conservador se impone que “cierra etapas”, “da vuelta páginas”, “concluye la historia”. Cuando lo hace la línea nacional y popular, generalmente, “funda una nueva nación”, “abre etapas”, “reaviva la historia”.)
El problema que encontró la línea nacional para imponer su hegemonía fue, justamente, la concentración de recursos que propulsó siempre el liberalismo-conservador. Si bien este bloque logró tender lazos con las grandes mayorías e intentó incluir en la escena a los sectores populares, siempre se encontró con el límite de la ruptura institucional por parte de los sectores dominantes. En el derrocamiento de Manuel Dorrego, en diciembre de 1828, se halla la matriz de los posteriores golpes de Estado: el de 1852 contra Juan Manuel de Rosas, el de 1930 contra Hipólito Yrigoyen, el de 1955 contra Juan Domingo Perón, el de 1966 contra Arturo Illia, el de 1976, todos, claro, con sus diferencias y sus matices.
Como escribió Portantiero: “Cada uno de los grupos tiene suficiente energía como para vetar los proyectos elaborados por los otros, pero ninguno logra reunir las fuerzas necesarias para dirigir el país como le agradaría.” Es más, se podría decir, que, mientras los unos encuentran sus límites en las rupturas institucionales, los otros los encuentran en las crisis sociales, económicas y políticas que provocan sus experiencias gubernativas.
Por primera vez en muchos años, un estadio de la línea nacional y popular tiene la posibilidad de imponer un proyecto hegemónico a mediano plazo, más allá de la alternancia en el gobierno. De 2003 a la fecha, tanto el gobierno de Néstor Kirchner como el de Cristina Fernández han logrado, con serenidad, sin apresuramientos suicidas, ampliar la brecha de participación económica, política y social; lo que se conoce como “profundización del modelo”. Si el año que viene, como la mayoría de la encuestas sugiere, la presidenta gana las elecciones, se producirá por primera vez en 160 años la continuación de 12 años en el poder –tres mandatos– de un gobierno de este sector.
(Digresión 2: Los voceros del modelo liberal-conservador –Mariano Grondona, Elisa Carrió, Joaquín Morales Solá, por ejemplo– siempre han criticado la voluntad hegemónica del kirchnerismo. Curiosamemente, jamás se han quejado de la hegemonía impuesta durante siglo y medio por los “organizadores nacionales”.)
Con esa perspectiva por delante, quienes confían en este modelo compartirán con nosotros la idea de que es necesario comenzar a establecer estrategias a mediano y largo plazo. Es necesario proyectar la Argentina a 20 o 30 años, para transformar el modelo en un proyecto sustentable. Para eso parecería fundamental profundizar la batalla cultural –en términos valorativos, históricos, mediáticos y educativos–, establecer un pacto que permita encontrar un equilibrio duradero entre los distintos sectores productivos, y, claro, llevar adelante un mega-plan que permita erradicar de una vez por todas la infraestructura de la pobreza y la indigencia. La Argentina, a través de su obra pública, no puede darse el lujo de seguir manteniendo a gran parte de su pueblo en condiciones miserables. Es decir, aun cuando no sean resueltos los problemas de desocupación y de distribución de la riqueza, aun cuando el salario de un trabajador no supere la línea de la pobreza, el Estado debe garantizarle –como dice en la Constitución– viviendas dignas con agua potable, gas natural y cloacas.
De los 200 años de historia que festejamos los argentinos, menos de 50 años fueron gobernados por la línea nacional. La democracia, porque respeta la voluntad de las mayorías e impide, o al menos deslegitima, la posibilidad de rupturas institucionales, permite abrir esperanzas respecto de la posibilidad de imponer una hegemonía nacional y popular para estas tierras. Hoy, en el peronismo, por ejemplo, son pocos los cuadros y militantes que discuten abiertamente el modelo actual –hay sí críticas a la metodología pero no a la concepción valorativa–. Por eso es que resulta necesaria la formación de dirigentes, cuadros y militantes que extiendan y profundicen el modelo a lo largo del tiempo.
Por último: ¿Cuándo se consolida una hegemonía? Sencillo: cuando se produce el trasvasamiento generacional del que hablaba Juan Domingo Perón. Cuando un proyecto no depende exclusivamente de sus protagonistas. Todavía no es tiempo de hablar de estas cosas, claro, pero es tiempo de ir rumiándolas. <
El porqué de una década ganada
Por Mónica Peralta Ramos *
“Pero sus estridentes ladridos /
sólo son señal de que cabalgamos.”
Goethe, 1808
A diez años de gobierno K, la oposición define este período como una década desaprovechada, frustrada,”no positiva” y perdida. Las críticas al período K son múltiples y diversas. Entre otras cosas, se lo acusa de autoritarismo, de avasallamiento de la “Justicia independiente” y de los medios de comunicación, de fomentar los antagonismos, de aumentar la pobreza y el desempleo, de corrupción, de conculcar las libertades individuales. A nuestro entender, estas críticas giran en el vacío impuesto por una visión de la realidad que oculta las causas estructurales de los problemas actuales. En este sentido, mas allá de lo efectivamente logrado o de los errores y limitaciones de las políticas implementadas, lo más importante de la década K ha sido su contribución a arrojar luz sobre las raíces de la estructura de poder actual, una estructura que impide la unidad nacional y canibaliza al país sumiéndolo en el estancamiento económico, la fragmentación social y la ilegitimidad institucional.
Las sociedades no son simples agregados de individuos. Son estructuras de relaciones sociales entre las que se destacan las relaciones de poder. Estas son relaciones de control y de exclusión que se dan en todos los ámbitos de la vida social. Estas relaciones de poder dan lugar a distintos tipos de conflictos. Toda sociedad es, pues, una trama articulada de conflictos sociales, de cuya resolución depende la estabilidad política y el bienestar del conjunto de la población. En las sociedades modernas, las relaciones de poder económico –de control o exclusión del excedente económico– generan el conflicto principal, aquel que determina en última instancia la posibilidad de desarrollo económico con unidad e identidad nacional. Los conflictos son, pues, inherentes a la vida de las naciones. Su forma de resolución determina el predominio de la civilización sobre la barbarie, de la solidaridad sobre el canibalismo social. La historia demuestra que la preeminencia de la coerción en la resolución de los conflictos lleva, tarde o temprano, a la desintegración social. Por el contrario, la conciliación de intereses diversos en búsqueda de un interés común que supere las mezquindades individuales y tenga como norte la solidaridad social, es un paso adelante en la consolidación de una cultura civilizada y hace posible el crecimiento económico con estabilidad política y bienestar para el conjunto de la población.
Desde nuestros orígenes como nación independiente hemos estado inmersos en el continuo fragor de un enfrentamiento, entre los que tienen más y los que tienen menos, por la apropiación del excedente. A partir de 1930 este conflicto se agudizó. La recesión en los países centrales y la crisis del comercio internacional hicieron posible un mayor crecimiento industrial. La posibilidad de industrializar al país trasladando hacia la industria –a través de subsidios de todo tipo– parte del excedente producido por el sector agropecuario estuvo a la orden del día. Desde entonces, las transferencias de ingresos de un sector social a otro sacudieron a la propia elite dominante y convirtieron al Estado en un verdadero botín de guerra. Estos enfrentamientos se dieron en un contexto político caracterizado por la incapacidad de los que tienen más –y son los menos– de conciliar sus intereses con los de otros sectores sociales y de plasmarlos en un proyecto político capaz de aglutinar al conjunto de la sociedad. Esto explica que los sectores económicamente más poderosos sólo pudiesen acceder al control del Estado con el fraude electoral o las proscripciones. La otra cara de esta moneda fue la existencia de un movimiento popular –el peronismo– que pudo ganar elecciones articulando un proyecto político que nucleaba a diversos sectores sociales. Esta situación llevó a los sectores económicamente más poderosos a un constante ejercicio de la presión corporativa a fin de realizar sus intereses específicos. Cuando esto no fue suficiente, se recurrió al golpe militar. Se configuró así una paradoja que explica nuestro estancamiento económico e inestabilidad política: la asincronía entre el poder económico y el poder político. Esto dio origen a la endémica crisis de legitimidad de las instituciones y a la crisis de representación de los partidos políticos. El terrorismo de Estado fue la expresión más acabada del fracaso de la coerción política y abrió una nueva era donde otros mecanismos coercitivos no ligados al uso de las armas irían a dominar la escena política.
En efecto, en los últimos 30 años el poder de veto de los sectores económicamente más poderosos se ejerció creando y recreando espacios y mecanismos económicos que operan en abierta trasgresión de las normas vigentes, eludiendo así el control del Estado sobre las transferencias de ingresos y provocando una sangría de recursos a nivel cambiario, financiero, e impositivo. En este contexto, la inflación y las corridas cambiarias se convirtieron en los principales mecanismos de desestabilización política y provocaron la caída de gobiernos elegidos democráticamente. Ello fue posible porque en los últimos 30 años se produjo un gran avance de la concentración en la economía. Hoy día, unos pocos grupos económicos nacionales y extranjeros controlan los puntos claves de las cadenas de valor en la producción, comercialización, acopio y distribución de bienes. Este control les permite ser formadores de precios, desabastecer y provocar una inflación incontrolable. Les permite además, especular y provocar corridas cambiarias, acumular divisas, dolarizar activos y fugar capitales. Ningún gobierno anterior a la década K ha podido sobrevivir a este embate.
La devaluación de principios del 2002 provocó una enorme transferencia de ingresos desde los sectores populares hacia los que más tienen y permitió mantener bajo control a la inflación durante los primeros años del gobierno de NK. Las enormes ganancias obtenidas y la fuga de capitales fueron, tal vez, el precio de esta paz efímera. Pero a poco de andar comenzaron los problemas en torno de la apropiación del excedente económico y su destino final. El conflicto con el campo por el aumento de las retenciones a las exportaciones agropecuarias marcó el inicio de una nueva etapa caracterizada por una mayor claridad en los objetivos perseguidos por el Gobierno y en la adopción de una serie de medidas destinadas a fortalecer el mercado interno transfiriendo ingresos hacia la industria y hacia los sectores populares. Paralelamente, comenzaron la espiral inflacionaria y las corridas cambiarias. Estos fenómenos habrían de agudizarse a partir de la reelección de CFK. A diferencia de lo ocurrido con otros gobiernos democráticos, CFK ha enfrentado las corridas cambiarias explicitando sus fines y tomando medidas específicas para tratar de impedirlas. Asimismo, este gobierno ha intentado limitar el control monopólico y oligopólico en algunos sectores de la economía y en la producción y difusión de información. Esto ha despertado una fuerte reacción desestabilizadora que se acrecienta en vísperas de las próximas elecciones.
Lo que está en juego hoy día es la visibilidad de las raíces del poder económico y la posibilidad de utilizar los resortes del Estado para imponer cambios en la estructura de poder, cambios que en sí mismos no son una revolución pero constituyen un salto cualitativo en el desarrollo de nuestro país al pretender una mayor inclusión social y una democracia participativa. El conflicto principal es el que opone a aquellos que reivindican el poder de los monopolios y su derecho “inmanente” a reproducir este control sobre toda la vida de una nación (económica, política y cultural) y aquellos que intentan cuestionar este poder impulsando un desarrollo que incluya a toda la sociedad y “empodere” a los ciudadanos. La inflación, las corridas cambiarias y el fogoneo constante de un relato que demoniza a CFK y a todas las políticas implementadas marcan la temperatura de este conflicto. Este relato de los medios más concentrados intenta ocultar los intereses que mueven a la oposición. Intenta además volver invisible la estructura de poder monopólico. Así, la ley de medios que pretende desarticular el poder monopólico en la producción y distribución de información aparece como un atentado a la libertad de expresión; la reforma judicial que pretende terminar con el control corporativo sobre el Poder Judicial y democratizarlo se presenta como el avasallamiento de una “Justicia independiente”, una Justicia a la que estos mismos medios concentrados se han cansado de considerar “Korrupta”; las políticas sociales se presentan como puro clientelismo y así, sucesivamente.
En los últimos tiempos CFK ha dado un paso de fundamental importancia al convocar a la población y especialmente a la juventud a “mirar para cuidar” los precios de los bienes de consumo. Esto ha llevado al relato de oposición a comparar la situación actual con la República de Weimar y el acceso de Hitler al poder. Este disparate muestra la inescrupulosidad con que se manipula a la opinión pública. Muestra, además, que la participación de la población en el control de las políticas aplicadas es la mejor respuesta a los “golpes de mercado”. Esta política de “mirar para cuidar” debería de aplicarse a toda la cadena de valor de los distintos bienes producidos a fin de que los diversos sectores –productores, trabajadores, pequeñas, medianas y grandes empresas, comerciantes, proveedores etc.– que la constituyen puedan participar en el control de la inflación. Esta convocatoria a “mirar para cuidar” toda la cadena de valor volverá más efectivo el control de precios y permitirá sumar a sectores sociales que deben y pueden ser integrados al proyecto de inclusión social y democracia participativa.
Esta es, entonces, una década ganada porque ha permitido empezar a visualizar las causas estructurales de nuestro estancamiento económico e inestabilidad política. Queda, sin embargo, mucho por hacer. Entre otras cosas, es de fundamental importancia revisar la política de subsidios y monitorear sus resultados a fin de impulsar una industrialización que multiplique una inclusión social sustentable. Hoy día la integración compleja de los conglomerados trasnacionales domina al mundo dando lugar a la desintegración de la cadena productiva a nivel mundial y al control de segmentos cruciales de estas cadenas de valor por parte del capital trasnacional. Entre otros fenómenos, esto ha fomentado una nueva división internacional del trabajo que impone serios límites a la capacidad de los Estados de elaborar y aplicar políticas de desarrollo en sus territorios nacionales. Otra consecuencia ha sido una creciente dependencia tecnológica con el consiguiente impacto negativo sobre la balanza comercial y de pagos y sobre la capacidad de generar empleo en los sectores productivos. Esta dependencia tecnológica afecta en nuestro país tanto al campo como a la industria y perpetúa los conflictos históricos entre sectores empresarios, y entre éstos y los que menos tienen. Es pues imperioso hacer sintonía fina sobre el tipo de estructura productiva que hoy tenemos y sobre los subsidios que el Estado vuelca sobre ésta a fin de introducir los cambios que se necesitan para concretar un desarrollo económico que asegure a mediano y largo plazo la inclusión social y la democracia participativa.
* Socióloga, autora de La economía política argentina. Poder y clases sociales.
sólo son señal de que cabalgamos.”
Goethe, 1808
A diez años de gobierno K, la oposición define este período como una década desaprovechada, frustrada,”no positiva” y perdida. Las críticas al período K son múltiples y diversas. Entre otras cosas, se lo acusa de autoritarismo, de avasallamiento de la “Justicia independiente” y de los medios de comunicación, de fomentar los antagonismos, de aumentar la pobreza y el desempleo, de corrupción, de conculcar las libertades individuales. A nuestro entender, estas críticas giran en el vacío impuesto por una visión de la realidad que oculta las causas estructurales de los problemas actuales. En este sentido, mas allá de lo efectivamente logrado o de los errores y limitaciones de las políticas implementadas, lo más importante de la década K ha sido su contribución a arrojar luz sobre las raíces de la estructura de poder actual, una estructura que impide la unidad nacional y canibaliza al país sumiéndolo en el estancamiento económico, la fragmentación social y la ilegitimidad institucional.
Las sociedades no son simples agregados de individuos. Son estructuras de relaciones sociales entre las que se destacan las relaciones de poder. Estas son relaciones de control y de exclusión que se dan en todos los ámbitos de la vida social. Estas relaciones de poder dan lugar a distintos tipos de conflictos. Toda sociedad es, pues, una trama articulada de conflictos sociales, de cuya resolución depende la estabilidad política y el bienestar del conjunto de la población. En las sociedades modernas, las relaciones de poder económico –de control o exclusión del excedente económico– generan el conflicto principal, aquel que determina en última instancia la posibilidad de desarrollo económico con unidad e identidad nacional. Los conflictos son, pues, inherentes a la vida de las naciones. Su forma de resolución determina el predominio de la civilización sobre la barbarie, de la solidaridad sobre el canibalismo social. La historia demuestra que la preeminencia de la coerción en la resolución de los conflictos lleva, tarde o temprano, a la desintegración social. Por el contrario, la conciliación de intereses diversos en búsqueda de un interés común que supere las mezquindades individuales y tenga como norte la solidaridad social, es un paso adelante en la consolidación de una cultura civilizada y hace posible el crecimiento económico con estabilidad política y bienestar para el conjunto de la población.
Desde nuestros orígenes como nación independiente hemos estado inmersos en el continuo fragor de un enfrentamiento, entre los que tienen más y los que tienen menos, por la apropiación del excedente. A partir de 1930 este conflicto se agudizó. La recesión en los países centrales y la crisis del comercio internacional hicieron posible un mayor crecimiento industrial. La posibilidad de industrializar al país trasladando hacia la industria –a través de subsidios de todo tipo– parte del excedente producido por el sector agropecuario estuvo a la orden del día. Desde entonces, las transferencias de ingresos de un sector social a otro sacudieron a la propia elite dominante y convirtieron al Estado en un verdadero botín de guerra. Estos enfrentamientos se dieron en un contexto político caracterizado por la incapacidad de los que tienen más –y son los menos– de conciliar sus intereses con los de otros sectores sociales y de plasmarlos en un proyecto político capaz de aglutinar al conjunto de la sociedad. Esto explica que los sectores económicamente más poderosos sólo pudiesen acceder al control del Estado con el fraude electoral o las proscripciones. La otra cara de esta moneda fue la existencia de un movimiento popular –el peronismo– que pudo ganar elecciones articulando un proyecto político que nucleaba a diversos sectores sociales. Esta situación llevó a los sectores económicamente más poderosos a un constante ejercicio de la presión corporativa a fin de realizar sus intereses específicos. Cuando esto no fue suficiente, se recurrió al golpe militar. Se configuró así una paradoja que explica nuestro estancamiento económico e inestabilidad política: la asincronía entre el poder económico y el poder político. Esto dio origen a la endémica crisis de legitimidad de las instituciones y a la crisis de representación de los partidos políticos. El terrorismo de Estado fue la expresión más acabada del fracaso de la coerción política y abrió una nueva era donde otros mecanismos coercitivos no ligados al uso de las armas irían a dominar la escena política.
En efecto, en los últimos 30 años el poder de veto de los sectores económicamente más poderosos se ejerció creando y recreando espacios y mecanismos económicos que operan en abierta trasgresión de las normas vigentes, eludiendo así el control del Estado sobre las transferencias de ingresos y provocando una sangría de recursos a nivel cambiario, financiero, e impositivo. En este contexto, la inflación y las corridas cambiarias se convirtieron en los principales mecanismos de desestabilización política y provocaron la caída de gobiernos elegidos democráticamente. Ello fue posible porque en los últimos 30 años se produjo un gran avance de la concentración en la economía. Hoy día, unos pocos grupos económicos nacionales y extranjeros controlan los puntos claves de las cadenas de valor en la producción, comercialización, acopio y distribución de bienes. Este control les permite ser formadores de precios, desabastecer y provocar una inflación incontrolable. Les permite además, especular y provocar corridas cambiarias, acumular divisas, dolarizar activos y fugar capitales. Ningún gobierno anterior a la década K ha podido sobrevivir a este embate.
La devaluación de principios del 2002 provocó una enorme transferencia de ingresos desde los sectores populares hacia los que más tienen y permitió mantener bajo control a la inflación durante los primeros años del gobierno de NK. Las enormes ganancias obtenidas y la fuga de capitales fueron, tal vez, el precio de esta paz efímera. Pero a poco de andar comenzaron los problemas en torno de la apropiación del excedente económico y su destino final. El conflicto con el campo por el aumento de las retenciones a las exportaciones agropecuarias marcó el inicio de una nueva etapa caracterizada por una mayor claridad en los objetivos perseguidos por el Gobierno y en la adopción de una serie de medidas destinadas a fortalecer el mercado interno transfiriendo ingresos hacia la industria y hacia los sectores populares. Paralelamente, comenzaron la espiral inflacionaria y las corridas cambiarias. Estos fenómenos habrían de agudizarse a partir de la reelección de CFK. A diferencia de lo ocurrido con otros gobiernos democráticos, CFK ha enfrentado las corridas cambiarias explicitando sus fines y tomando medidas específicas para tratar de impedirlas. Asimismo, este gobierno ha intentado limitar el control monopólico y oligopólico en algunos sectores de la economía y en la producción y difusión de información. Esto ha despertado una fuerte reacción desestabilizadora que se acrecienta en vísperas de las próximas elecciones.
Lo que está en juego hoy día es la visibilidad de las raíces del poder económico y la posibilidad de utilizar los resortes del Estado para imponer cambios en la estructura de poder, cambios que en sí mismos no son una revolución pero constituyen un salto cualitativo en el desarrollo de nuestro país al pretender una mayor inclusión social y una democracia participativa. El conflicto principal es el que opone a aquellos que reivindican el poder de los monopolios y su derecho “inmanente” a reproducir este control sobre toda la vida de una nación (económica, política y cultural) y aquellos que intentan cuestionar este poder impulsando un desarrollo que incluya a toda la sociedad y “empodere” a los ciudadanos. La inflación, las corridas cambiarias y el fogoneo constante de un relato que demoniza a CFK y a todas las políticas implementadas marcan la temperatura de este conflicto. Este relato de los medios más concentrados intenta ocultar los intereses que mueven a la oposición. Intenta además volver invisible la estructura de poder monopólico. Así, la ley de medios que pretende desarticular el poder monopólico en la producción y distribución de información aparece como un atentado a la libertad de expresión; la reforma judicial que pretende terminar con el control corporativo sobre el Poder Judicial y democratizarlo se presenta como el avasallamiento de una “Justicia independiente”, una Justicia a la que estos mismos medios concentrados se han cansado de considerar “Korrupta”; las políticas sociales se presentan como puro clientelismo y así, sucesivamente.
En los últimos tiempos CFK ha dado un paso de fundamental importancia al convocar a la población y especialmente a la juventud a “mirar para cuidar” los precios de los bienes de consumo. Esto ha llevado al relato de oposición a comparar la situación actual con la República de Weimar y el acceso de Hitler al poder. Este disparate muestra la inescrupulosidad con que se manipula a la opinión pública. Muestra, además, que la participación de la población en el control de las políticas aplicadas es la mejor respuesta a los “golpes de mercado”. Esta política de “mirar para cuidar” debería de aplicarse a toda la cadena de valor de los distintos bienes producidos a fin de que los diversos sectores –productores, trabajadores, pequeñas, medianas y grandes empresas, comerciantes, proveedores etc.– que la constituyen puedan participar en el control de la inflación. Esta convocatoria a “mirar para cuidar” toda la cadena de valor volverá más efectivo el control de precios y permitirá sumar a sectores sociales que deben y pueden ser integrados al proyecto de inclusión social y democracia participativa.
Esta es, entonces, una década ganada porque ha permitido empezar a visualizar las causas estructurales de nuestro estancamiento económico e inestabilidad política. Queda, sin embargo, mucho por hacer. Entre otras cosas, es de fundamental importancia revisar la política de subsidios y monitorear sus resultados a fin de impulsar una industrialización que multiplique una inclusión social sustentable. Hoy día la integración compleja de los conglomerados trasnacionales domina al mundo dando lugar a la desintegración de la cadena productiva a nivel mundial y al control de segmentos cruciales de estas cadenas de valor por parte del capital trasnacional. Entre otros fenómenos, esto ha fomentado una nueva división internacional del trabajo que impone serios límites a la capacidad de los Estados de elaborar y aplicar políticas de desarrollo en sus territorios nacionales. Otra consecuencia ha sido una creciente dependencia tecnológica con el consiguiente impacto negativo sobre la balanza comercial y de pagos y sobre la capacidad de generar empleo en los sectores productivos. Esta dependencia tecnológica afecta en nuestro país tanto al campo como a la industria y perpetúa los conflictos históricos entre sectores empresarios, y entre éstos y los que menos tienen. Es pues imperioso hacer sintonía fina sobre el tipo de estructura productiva que hoy tenemos y sobre los subsidios que el Estado vuelca sobre ésta a fin de introducir los cambios que se necesitan para concretar un desarrollo económico que asegure a mediano y largo plazo la inclusión social y la democracia participativa.
* Socióloga, autora de La economía política argentina. Poder y clases sociales.
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La crisis política europea
El movimiento obrero europeo ya no es
un protagonista político con un camino alternativo, y las corrientes
socialistas –más allá del esfuerzo por filiar partidos que sólo en su
iconografía remiten a la izquierda– se han vuelto imposibles de
distinguir del liberalismo tradicional.
La
crisis del año 1930 no sólo contuvo una catástrofe económica del
capitalismo, sino también una larga agonía política. Se había
pulverizado el mercado mundial –con el consiguiente derrumbe del
comercio internacional– y nuevas fuerzas sociales todavía intentaban ser
la respuesta a la brutal novedad histórica.
El
movimiento obrero europeo –socialistas y comunistas– pergeñó un camino
propio: dirimir las diferencias en su interior, al tiempo que enfrentaba
la nueva respuesta ultra conservadora de Europa: el fascismo. Debemos
admitir que ambos fracasaron, y que su fracaso definió la suerte de la
revolución y del socialismo europeos.
Las
corrientes más retrógradas –Mussolini, Hitler y Franco– aplastaron a
los trabajadores, la “sociedad civil” recobró la lógica de la manada, y
estos reaccionarios canallescos fueron derrotadas a su vez por un nuevo
poder hegemónico: el capital estadounidense globalizado, con el auxilio
material del Ejército soviético. Stalin, que había comenzado la guerra
del lado de Hitler, con quien se reparte Polonia, la termina del lado de
Churchill y Roosevelt. No era un escándalo pequeño, y sin embargo casi
pasó desapercibido. En todo caso, ningún análisis histórico intentó
explicar tan curioso viraje. En una guerra tan fuertemente ideologizada,
el comportamiento de la dirección rusa no atendió –en momento alguno–
otro interés que no fuera el propio. Sólo en la medida en que ese
interés coincidía con alguna perspectiva mas amplia, ese horizonte se
abría paso. De lo contrario no.
No
fue el único escándalo “intelectual”. El país que tenía la fuerza
armada de menor valía operativa (capacidad de imponerse por la calidad
de sus combatientes en el enfrentamiento) terminó venciendo. Y al
hacerlo impuso la nueva ecuación económica de la modernidad militar:
gana el contendiente que supera la capacidad de destruir armamento de su
antagonista. En el momento en que la curva de producción de barcos de
los EE UU superó la posibilidad destructiva de la Alemania nazi, –como
oportunamente señalara Albert Speer, ministro de armamento alemán, a
Adolf Hitler– la guerra estaba resuelta.
Dicho
de un tirón: la productividad social del trabajo, el tiempo promedio
con que una sociedad produce sus bienes comparado con el mismo promedio
de otra – trasladada al plano militar– terminaría por sustituir la
calidad moral y política de los combatientes. La guerra entre Estados
nacionales, en el mercado mundial, no dejaba de ser la continuación de
la lucha económica en un plano específico.
Bien
visto, el enfrentamiento entre la Unión Soviética y los Estados Unidos
se dirimió igual. En el momento en que la capacidad de generar
excedentes de la economía soviética fue arrollada por la estadounidense,
la producción de armamento ruso encontró su techo. Y el proyecto de
guerra de las galaxias –sistema de cohetería satelital impulsado por el
presidente Reagan– dejaba a la dirigencia soviética a merced del poderío
de los EE UU. Por eso, el sistema soviético implosionó. Es decir, no
pudo soportar la presión estadounidense y se tuvo que rendir
incondicionalmente. De esa rendición surgió este orden, pero la crisis
se lo devora sin vuelta atrás.
La
victoria política y económica del capitalismo impuso el nuevo curso, y
la nueva crisis terminó resultando su expresión más genuina. Esta vez, a
diferencia de 1930, si bien abre un nuevo curso político, no contiene
ningún intento de camino propio para las víctimas del capital.
El
movimiento obrero europeo ya no es un protagonista político con un
camino alternativo, y las corrientes socialistas –más allá del esfuerzo
nominalista por filiar partidos que sólo en su iconografía remiten a la
izquierda– se han vuelto imposibles de distinguir del liberalismo
tradicional. Los acuerdos entre los populares y los socialistas
españoles, para mentar un caso suficientemente representativo, prueban
hasta la extenuación este aserto. Dicho con sencillez: la profundidad y
la extensión de la derrota popular a escala planetaria no tienen
parangón, ya que ninguna de las soluciones barajadas hasta ahora se
propone otra cosa que restaurar el capitalismo global.
¿Se terminó la historia, como Francis Fukuyama explicara a fines de los ’80? ¿Se repetirán las crisis sin más?
El
presidente de los EE UU, Barak Obama, sostuvo al asumir que la crisis
librada a su propia suerte puede volverse crónica. No lo dijo
exactamente así, pero puede inteligirse en esa dirección –sin forzar su
afirmación– desde el momento en que, para ponerle algún coto, fue
preciso utilizar el poder del Estado desde una perspectiva muy poco
ortodoxa. Y esa es la paradoja: para salvar a los bancos fue preciso
nacionalizarlos. Técnicamente, la posibilidad de expropiar las palancas
de comando del capitalismo global se ha vuelto una necesidad estructural
del sistema. Ahora bien, en el caso de los bancos esta “expropiación”
terminó siendo circunstancial. Y en el caso de las empresas productivas,
no se ha intentado y no existe –al menos por ahora– ninguna intención
de llevarla a cabo. Realizaron una nacionalización reversible, y
finalizado el primer gran coletazo de la crisis, los viejos propietarios
terminaron recobrando su antiguo lugar. La debilidad de los sectores
populares, como factor político, limita la farmacopea y sobre todo
impide, al menos en lo inmediato, una respuesta menos conservadora.
Ahora
bien, el costo de semejante solución ya comienza a entreverse. Las
fuerzas políticas europeas han sufrido una larga mutación previa. Es
cierto que los partidos de la derecha más retrógrada no vencieron, en un
sentido convencional, electoralmente. Pero modificaron la hegemonía
discursiva y la orientación política. Una idea cada vez más xenófoba y
localista, más al estilo Jean Marie Le Pen, menos europea, se terminó
imponiendo. La discusión sobre el uso del chador burka, anticipó todas
las demás. Prohibir su uso a las mujeres mahometanas no sólo no supone
“integrar” a los diferentes, sino tiende a estigmatizarlos
definitivamente, en una Europa donde musulmán y enemigo terminaron
siendo casi intercambiables.
El
progresivo debilitamiento político de la Unión Europea es de larga data.
No en vano la constitución europea integra el reino de las sombras. El
12 de enero de 2005, el Parlamento aprobó por abrumadora mayoría el
nuevo orden constitucional. En algunos países, la decisión final fue
sometida a referéndum. En España, con muy baja participación ciudadana
–con una abstención superior al 55%– fue aprobado. En Francia y en
Holanda, donde la abstención fue apenas del 31 y 37%, fue rechazada. En
España el tema no importaba, y en Francia y Holanda, donde sí importaba,
la sociedad le dio la espalda. Entonces, tras una complejísima
ingeniería jurídica la propuesta constitucional terminó siendo aprobada
–sin ratificación popular– pero careció de todo calor popular. Una
respuesta casi administrativa resolvió el principal problema político de
la UE. El complejo mosaico de estructuras nacionales no sólo no abrió
paso a un orden superior, sino que terminó siendo yugulado por poderosas
tendencias al localismo extremo. Las consecuencias políticas de
semejante tendencia general, no podían ser más relevantes. ¿Si Europa no
puede tener una Constitución común, como podría tener una identidad
política compartida? Más aun, de dónde saldrían los instrumentos para
enfrentar la peor crisis, si bajo la “normalidad” no superaron el techo
del recurso nacional. Por tanto, el principal ingrediente de la crisis
financiera de Europa, sigue siendo político. O encaran la crisis de
consuno, o avanzan hacia la irrelevancia histórica: la finlandización de
Europa.
Alejandro Horowicz
La distribución de la riqueza y el salario
Una transferencia regresiva de
recursos entre las clasesPublicado el 3 de Abril de 2011 El
congelamiento de haberes los primeros meses del proceso y una fuerte
inflación modificaron drásticamente el reparto de los ingresos. En los
’90 el desempleo llevó al 50% de la gente a la pobreza.
El
salario real ha llegado a niveles excesivamente altos en relación a la
productividad de la economía”, sostenía el ministro José Martínez de Hoz
al momento de asumir sus funciones en 1976, resumiendo en una frase lo
que sería la propuesta y el sentido de su plan económico en relación a
los salarios. El congelamiento y control de los salarios nominales
redujo la participación de los mismos en el ingreso nacional desde el
45% de 1974 al 26% en 1983. De igual modo, el aumento del desempleo fue
uno de los motivos que generó mayores consecuencias regresivas en la
distribución del ingreso. Durante los ’90, el 20% de la población de
mayores ingresos incrementó un 3,2% su participación a costa de todo el
resto.
En el período comprendido entre 1976 y 2001, la Argentina experimentó fuertes cambios en la distribución de la riqueza. Las políticas erráticas del neoliberalismo explican este aumento de la desigualdad. La trayectoria, sin embargo, no fue lineal. Entre mediados de los ’70 y principios de los ’80 la desigualdad se incrementó fuertemente. Durante los ’80, a pesar de la tendencia hiperinflacionaria, la distribución del ingreso se mantuvo estable. Pero ya, a finales de esa década y hasta la crisis de 2001, los niveles de desigualdad se incrementaron notablemente.
La estrategia en la distribución intersectorial del ingreso consistió en transferirlo desde las actividades urbanas e industriales a las agropecuarias, a través de una progresiva reducción de las retenciones a las exportaciones. En realidad, esa transferencia se dio desde bienes transables internacionalmente, como manufacturas y bienes primarios diversos, sujetos a la apertura de la economía y la sobreevaluación cambiaria característica de ambos procesos, a bienes no transables, como los servicios, sin competencia del exterior en el mercado interno.
El brazo ejecutor de estas políticas fueron las dos medidas más emblemáticas de cada etapa: la “tablita cambiaria” y la Convertibilidad. La tablita, pensada para contener una inflación que entre 1975 y 1976 registraba un promedio del 566%, era esencialmente un sistema de devaluaciones prenunciadas para los empresarios para que estos supieran cómo y cuándo se iba a devaluar. Consistía en ajustes de la paridad muy por debajo del aumento de los precios internos y, consecuentemente, una sobreevaluación del tipo de cambio con serias consecuencias para la producción y el empleo, pero funcionales a la especulación financiera y la fuga de capitales.
En el mismo sentido, la Convertibilidad, también pensada para resolver el endémico problema inflacionario que hasta entonces tenía la Argentina, estableció un tipo de cambio fijo que restringía cualquier manipulación de política monetaria, en la medida en que la masa de dinero circulante debía estar respaldada por su equivalente en dólares en el Banco Central.
En consecuencia, el encarecimiento de la producción local y los costos laborales internos fueron progresivamente desmantelando el mercado de trabajo y llegó, en la crisis de 2001, a registrar un 25% de desocupación, casi un 50% de pobres y una brecha entre los sectores de más y menos recursos sin precedentes hasta entonces. <
En el período comprendido entre 1976 y 2001, la Argentina experimentó fuertes cambios en la distribución de la riqueza. Las políticas erráticas del neoliberalismo explican este aumento de la desigualdad. La trayectoria, sin embargo, no fue lineal. Entre mediados de los ’70 y principios de los ’80 la desigualdad se incrementó fuertemente. Durante los ’80, a pesar de la tendencia hiperinflacionaria, la distribución del ingreso se mantuvo estable. Pero ya, a finales de esa década y hasta la crisis de 2001, los niveles de desigualdad se incrementaron notablemente.
La estrategia en la distribución intersectorial del ingreso consistió en transferirlo desde las actividades urbanas e industriales a las agropecuarias, a través de una progresiva reducción de las retenciones a las exportaciones. En realidad, esa transferencia se dio desde bienes transables internacionalmente, como manufacturas y bienes primarios diversos, sujetos a la apertura de la economía y la sobreevaluación cambiaria característica de ambos procesos, a bienes no transables, como los servicios, sin competencia del exterior en el mercado interno.
El brazo ejecutor de estas políticas fueron las dos medidas más emblemáticas de cada etapa: la “tablita cambiaria” y la Convertibilidad. La tablita, pensada para contener una inflación que entre 1975 y 1976 registraba un promedio del 566%, era esencialmente un sistema de devaluaciones prenunciadas para los empresarios para que estos supieran cómo y cuándo se iba a devaluar. Consistía en ajustes de la paridad muy por debajo del aumento de los precios internos y, consecuentemente, una sobreevaluación del tipo de cambio con serias consecuencias para la producción y el empleo, pero funcionales a la especulación financiera y la fuga de capitales.
En el mismo sentido, la Convertibilidad, también pensada para resolver el endémico problema inflacionario que hasta entonces tenía la Argentina, estableció un tipo de cambio fijo que restringía cualquier manipulación de política monetaria, en la medida en que la masa de dinero circulante debía estar respaldada por su equivalente en dólares en el Banco Central.
En consecuencia, el encarecimiento de la producción local y los costos laborales internos fueron progresivamente desmantelando el mercado de trabajo y llegó, en la crisis de 2001, a registrar un 25% de desocupación, casi un 50% de pobres y una brecha entre los sectores de más y menos recursos sin precedentes hasta entonces. <
MAX WEBER, BERNARD DE MANDEVILLE Y JOHN MAYNARD KEYNES - Familia y frugalidad fiscal
Por Manuel Calderon *
La
idea de ahorro, de prudencia en el gasto, y de austeridad es una
reminiscencia de la moral cívica victoriana, de una época en la que se
sermoneaba que la austeridad era la base de la fortuna y de la buena
conducta, una moral que podemos rastrear hasta la Reforma de Lutero, y
que dio pie a que Weber relacionara el surgimiento del capitalismo con
la ética del protestantismo. Más allá de que en los hechos ninguna de
las grandes fortunas europeas de los siglos XVIII y XIX se formó en base
al ahorro y la moral protestante (sino más bien a la especulación, la
usura, las guerras, el colonialismo y el saqueo), la austeridad
constituía una parábola del buen ciudadano, y como lo que era bueno para
una familia debía ser bueno para un Estado (¿o un Estado no es otra
cosa que un conjunto de familias?), la mayoría de los filósofos
políticos de la época desarrollaron en su imaginario una visión del
Estado y del buen gobierno semejante a una austera familia luterana
guiada por un buen padre (...en lo posible pastor).
Uno
de los pocos “intelectuales” que se atrevieron a cuestionar esta idea
fue Bernard de Mandeville, quien con su pintoresca y extraña obra La
fábula de las abejas (subtitulada “Sobre los vicios privados y los
beneficios públicos”) puso furiosos a varios de los más eminentes
moralistas y filósofos políticos del siglo XVIII. Mandeville tuvo la
ocurrencia de argumentar que si todos los buenos padres de familia de
una sociedad fueran devotos de la austeridad y el ahorro, entonces nadie
realizaría el gasto que genera el empleo que permite el ingreso en que
se basa el ahorro. Por lo tanto, una sociedad basada en el precepto de
la frugalidad sería una sociedad condenada al desempleo y la pobreza,
mientras que una sociedad de derrochadores y viciosos del gasto al menos
daría empleo suficiente a sus integrantes.
Más
allá de los padres de familia, las abejas y los vicios, lo que en
realidad se debatía era la forma en que debía organizarse y
administrarse una sociedad y un Estado moderno, es decir, un
ordenamiento basado en las leyes de la Naturaleza y no en las leyes de
Dios. De estas reflexiones y debates surgirían las dos grandes
disciplinas intelectuales propias de la modernidad: la Economía Política
y la Sociología. La primera como gran proyecto de ciencia positiva del
progreso de la humanidad, y la segunda como gran crítica de los
resultados de ese proyecto.
La
idea de la frugalidad como motor del progreso y del padre de familia
como ejemplo del buen gobierno son dos de las tantas ideas que se
filtrarían en el pensamiento económico tradicional y en las políticas
económicas de los ministros de Hacienda, mientras que por mucho tiempo
la incómoda provocación de Mandeville sólo encontraría lugar en las
corrientes marginales del pensamiento económico.
Sería
la catástrofe del ’30 la encargada de resucitarla, y nada menos que de
la mano (o la palabra) de un converso Keynes, quien diría que uno de los
grandes problemas de las sociedades capitalistas es la falta de
inversión, o lo que es casi lo mismo, el exceso de ahorro, más aun en
los momentos en que menos se lo necesita. Si un gobierno ante una crisis
económica optara por comportarse como el precavido padre de familia
ahorrador, lejos de hacer lo correcto, lo que lograría sería profundizar
la debacle. Sin embargo, si un padre de familia pierde ingresos porque
queda desempleado, no parecería correcto que siguiese gastando. Es
decir, aquella vieja idea de que lo que es bueno para una familia debe
ser también bueno para un Estado, pareciera entonces no ser tan buena
idea. Pero esto entonces obliga a plantearse y replantearse cuáles son y
deberían ser las metáforas con las que construir una nueva visión de la
sociedad y de su gobierno
* Profesor de Historia del Pensamiento Económico. Universidad Nacional de La Plata
Una revolución a toda máquina
El
hardware abierto es el resultado de un diseño abierto, similar al
software libre, como resultado de un trabajo colaborativo. Para el
investigador Michel Bauwens es el camino hacia un nuevo socialismo.
Por Mariano Blejman
Se
puede construir un auto de manera similar a como se diseña el software
libre. ¿Cómo? El software libre funciona con un sistema comunitario: los
desarrolladores crean programas, los someten a prueba y, una vez
aprobados por la comunidad, son liberados para usarse sin restricciones.
Pensando en ese modelo, la empresa estadounidense Local Motors crea
autos de una manera similar: cualquier diseñador puede subir los planos a
la web de la empresa (www.local-motors.com), la comunidad opina y vota
sobre los diseños subidos, y luego se pasa a la construcción de los
autos. Cada plano subido a la página de Local Motors queda registrado
bajo una licencia Creative Commons: es decir, los planos pueden ser
reutilizados por cualquier otro usuario, y también modificados por un
tercero. El auto se “imprime” en la más cercana de las microfábricas
asociadas a Local Motors, sin piezas sobrantes, sin basura, de manera
sustentable. La persona que creó el auto pasa a buscarlo por la fábrica,
se lo lleva andando y con el logo de la empresa, junto a la firma del
autor. El resultado es un auto cocreado entre Local Motors y un usuario
final, que se lleva el auto y comparte su diseño con la comunidad. Si a
otro usuario le interesa tomar ese auto, hacerle pequeñas modificaciones
e “imprimirlo” en otra de las microfábricas de Estados Unidos, podrá
hacerlo libremente, aunque tendrá que pagar el costo del auto, claro.
Este
es apenas uno de los miles de proyectos que recolecta Michel Bauwens,
creador de The Foundation for Peer-to-Peer Alternatives (algo así como
la Fundación para las Alternativas Par-a-Par), que no sólo piensa en la
idea de hardware abierto como en un modelo de negocios diferente para el
mercado capitalista, sino que cree fervientemente que pensar en
proyectos de hardware libre puede ser un camino acelerado hacia un nuevo
tipo de socialismo. “Para contar ideas revolucionarias hay que vestirse
de traje y corbata”, dice Bauwens a Página/12, en una larga
conversación, que incluirá un repaso sobre los mejores proyectos de
software y hardware abierto, una cita al evangelismo católico, y una
discusión sobre la hegemonía del poder de Antonio Gramsci en relación
con el hardware abierto, poco antes de dar su charla en la Flacso, el
jueves pasado. Para Bauwens, el hardware abierto podría generar una
nueva infraestructura de poder y de circulación de información, y, por
tanto, de poder de decisión. Bauwens toma como estandarte la frase de
Buckminster Fuller: “Nunca se cambian las cosas luchando contra la
realidad existente. Para cambiar algo, hay que construir un nuevo modelo
que haga obsoleto al modelo existente”.
Para
definirlo mejor, el hardware abierto es el resultado de un diseño
abierto, similar al código abierto, como resultado de un trabajo
colaborativo. Luego de recorrer el directorio de Open Hardware que
administra la Fundación, el ejemplo de Local Motors es apenas un ítem
más en la marea de ejemplos que buscan deshacerse del copyright como
concepto. En la página de p2pFoundation.net se pueden recorrer cientos
de trabajos abiertos: empresas de hardware abierto como Open Fourniture,
Adafruit industries o North By South, proyectos de open CPU (que
incluyen desarrollos de microchips, motherboards, etc.), desarrollos de
audio o el proyecto Zero Dollar Laptop. Dentro del listado está Android,
el software para teléfonos inteligentes de Google, que en estas últimas
semanas pasó a ser el primer sistema operativo de teléfonos en Estados
Unidos, venciendo finalmente al verticalismo cerrado de iPhone. Pero no
es el único proyecto de software libre para teléfonos en esa lista,
además de Maemo y Open Moko, también está el proyecto Ucasterisk, que
propone no sólo que los teléfonos tengan software libre sino también
diseños de hardware abierto.
El
primer gran artículo sobre hardware abierto lo escribió Chris Anderson
en la revista Wired en febrero pasado cuando sentenció “La próxima
revolución industrial: los bits serán los nuevos átomos”. De hecho, el
propio Anderson dirige un proyecto DIY Drone’s, dedicado a la robótica y
a la creación de vehículos aéreos. “El concepto de hardware abierto es
todavía más nuevo y radical que el de software abierto. Pero en 20 años
será más fácil de entender”, le dijo Anderson en setiembre a este
cronista. Sin embargo, es claro que Lawrence Lessig, creador de las
licencias abiertas de Creative Commons (cuya cumbre de capítulos
latinoamericanos se desarrolló esta semana en Buenos Aires, gracias a
Ariel Vercelli) fue quien, de algún modo, creó el soporte para que los
usuarios pudiesen encontrar una forma de licenciar los proyectos que no
fuera cerrada, como el clásico copyright.
Bauwens
cree que tanto Anderson como Lessig ven al nacimiento del hardware
abierto como una nueva gran idea para el mercado actual, aunque Bauwens
pretende ir más allá: el investigador entiende que “aquí hay una
oportunidad histórica para construir otro tipo de sociedad”. Bauwens,
investigador de la Universidad de Amsterdam, residente durante un buen
tiempo en Bangkok, Tailandia, está convencido de que si las sociedades
pudiesen crear una nueva estructura abierta, donde las ideas fueran
comunitarias, pero también los métodos de producción (desde la materia
prima hasta las conexiones a Internet), un nuevo tipo de sistema
socialista podría emerger de las ruinas del capitalismo. “Los católicos
no lucharon contra los romanos directamente, sino que se dedicaron a
construir una estructura de poder independiente. Cuando el Imperio
Romano se desmembró, el catolicismo se erigió como un nuevo sistema de
poder con instituciones independientes”, le dijo a Página/12, con aire
evangelizador. Para Bauwens, entonces, de las ruinas del capitalismo
surgirá una nueva estructura de producción y circulación de la
información, que será libre, abierta y distribuida.
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Yira yiraTango 1930 Música: Enrique Santos DiscepoloLetra: Enrique Santos Discepolo
Cuando la suerte qu' es grela,
fayando y fayando
te largue parao;
cuando estés bien en la vía,
sin rumbo, desesperao;
cuando no tengas ni fe,
ni yerba de ayer
secándose al sol;
cuando rajés los tamangos
buscando ese mango
que te haga morfar...
la indiferencia del mundo
-que es sordo y es mudo-
recién sentirás.
Verás que todo el mentira,
verás que nada es amor,
que al mundo nada le importa...
¡Yira!... ¡Yira!...
Aunque te quiebre la vida,
aunque te muerda un dolor,
no esperes nunca una ayuda,
ni una mano, ni un favor.
Cuando estén secas las pilas
de todos los timbres
que vos apretás,
buscando un pecho fraterno
para morir abrazao...
Cuando te dejen tirao
después de cinchar
lo mismo que a mí.
Cuando manyés que a tu lado
se prueban la ropa
que vas a dejar...
Te acordarás de este otario
que un día, cansado,
¡se puso a ladrar!
fayando y fayando
te largue parao;
cuando estés bien en la vía,
sin rumbo, desesperao;
cuando no tengas ni fe,
ni yerba de ayer
secándose al sol;
cuando rajés los tamangos
buscando ese mango
que te haga morfar...
la indiferencia del mundo
-que es sordo y es mudo-
recién sentirás.
Verás que todo el mentira,
verás que nada es amor,
que al mundo nada le importa...
¡Yira!... ¡Yira!...
Aunque te quiebre la vida,
aunque te muerda un dolor,
no esperes nunca una ayuda,
ni una mano, ni un favor.
Cuando estén secas las pilas
de todos los timbres
que vos apretás,
buscando un pecho fraterno
para morir abrazao...
Cuando te dejen tirao
después de cinchar
lo mismo que a mí.
Cuando manyés que a tu lado
se prueban la ropa
que vas a dejar...
Te acordarás de este otario
que un día, cansado,
¡se puso a ladrar!
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UNIVERSIDAD
DE BUENOS AIRES
CICLO BASICO
COMUN
ASIGNATURA: INTRODUCCIÓN AL CONOCIMIENTO DE LA SOCIEDAD Y EL ESTADO
CÁTEDRA: KOGAN
- GARCÍA
Objetivos
generales
- Introducir al alumno en el conocimiento y comprensión de los procesos sociales, políticos y económicos en el ámbito internacional y su relación con el desarrollo de la sociedad argentina.
- Facilitar a los alumnos la adquisición de los instrumentos y conceptos básicos para el análisis de los fenómenos y de su dinámica a nivel internacional y nacional.
- Reconocer en la actual coyuntura, los principales procesos y factores intervinientes en la reestructuración social, política y económica de la sociedad argentina.
- Reconocer e identificar las diferentes formas que adopta la vinculación entre el Estado y la sociedad, como así también las expresiones diversas de dicha relación.
Metodología:
La metodología de trabajo contempla dos tipos de
actividades según se trate:
a)
Clases teóricas: La actividad estará centrada en la elaboración de
una plataforma conceptual que facilite la comprensión de la bibliografía básica
de la materia. Se desarrollarán los ejes temáticos fundamentales de cada unidad
a través de las diferentes posturas teóricas, su interrelación y el aporte de
diversos autores a las temáticas seleccionadas.
b)
Clases prácticas: El trabajo estará orientado hacia la comprensión y
el análisis de cada uno de los materiales propuestos en la bibliografía
obligatoria. En este tipo de clase, la dinámica se centra en el rol activo del
alumno, posibilitando un mayor intercambio, participación y aportes sobre
hechos concretos de la realidad, para su discusión y análisis. Este tipo de
metodología, para optimizar su funcionamiento, requiere de un alto grado de
compromiso por parte del alumno, basado en la lectura previa de los materiales bibliográficos
y en el reconocimiento del docente en su rol de facilitador de las actividades.
Unidad 1:
Introducción a los conceptos básicos de sociedad, estado
y capitalismo
Objetivos
particulares
- Reconocer las características que permitan explicar cada uno de estos conceptos.
- Identificar los factores significativos a nivel social, político y económico y establecer sus relaciones.
- Describir los principales aportes teóricos respecto a la evolución histórica de los conceptos enunciados.
- Identificar las distintas formas de Estado, su relación con la sociedad y sus respectivos modos de intervención.
- Relacionar los aspectos observables presentes en su realidad cotidiana con las formulaciones teóricas planteadas en la bibliografía.
Contenidos
El
capitalismo: concepto, categorías básicas, desarrollo histórico. Definición de Estado. Surgimiento histórico y su relación
con la sociedad civil. Principales corrientes de pensamiento acerca del Estado.
Diferentes tipos de intervención estatal.
Bibliografía
Obligatoria:
Lifszyc,
Sara: “El Capitalismo”, Introducción al conocimiento de la sociedad y el
Estado. Gran Aldea Editores Buenos Aires, 2010.
Nicanoff,
Sergio: “El Estado Moderno: apuntes para el estudio de sus características”.
Material de la cátedra. Mimeo. 2014
Bibliografía Optativa:
Bobbio,
N y Bovero, M.: “Sociedad y Estado en la filosofía moderna”. El modelo
iusnaturalista y el modelo hegeliano marciano. FCE. México DF, 1996.
Thwaites
Rey, Mabel (Compiladora): “Estado y marxismo. Un siglo y medio de debates.”
Prometeo libros. Buenos Aires, 2007.
Unidad II:
El modelo agroexportador
Objetivos particulares
- Comprender las características de la relación estado y sociedad en América Latina y especialmente en la argentina.
- Relacionar el contexto internacional y su incidencia en la conformación del Estado y la sociedad en la Argentina.
·
Identificar los
principales cambios en la estructura del poder y las formas que adopta el
Estado.
- Caracterizar los principales cambios en la estructura social, el surgimiento de los sectores medios y los orígenes del movimiento obrero.
- Determinar su influencia y participación en lo social, político, cultural y económico.
Contenidos:
La
formación del estado y la constitución del régimen político. La modernización
institucional. Crecimiento económico basado en la producción y exportación de
bienes primarios. Integración argentina al sistema mundial. Constitución de la
burguesía agraria y de la hegemonía oligárquica. La generación del 80. La
inmigración. Orígenes del movimiento obrero. Conformación de los estratos
medios urbanos y sus formas de expresión política.
Bibliografía
Obligatoria:
Rofman
A. y Romero, L. A.: “Sistema socio-económico y estructura regional argentina.”
Amorrortu. Buenos Aires, 1997. Resumen realizado por la cátedra.
Quiroga,
Hugo: “Estado, crisis económica y poder militar (1880-1981). CEAL, Buenos
Aires, 1985, capítulos II y III, pp 23-65.
Nicanoff,
Sergio: “El Estado Moderno: apuntes para el estudio de sus características”.
Material de la cátedra. Mimeo. 2014
Bibliografía Optativa:
Ferrer, Aldo: “El capitalismo argentino”.
FCE. Buenos Aires, 2008.
Unidad III
La crisis del 29 y el
proceso de sustitución de importaciones
Objetivos particulares
·
Analizar las distintas
tendencias políticas, sociales y económicas estructuradas en el marco de la
nueva división internacional del trabajo.
·
Explicar diferencias
ideológicas de cada una, extracción y alianza de clases.
·
Determinar su influencia y
participación en lo social, económico y político para la Argentina.
Contenidos
Las
modificaciones en la estructura de poder, en el Estado y en el régimen
político. La autonomización del Estado. Los nuevos actores sociales: nueva
burguesía industrial y ampliación de la clase obrera urbana. El impacto de la II Guerra mundial. El
surgimiento del peronismo y la nueva alianza de clases. Profundización de la
sustitución de importaciones y el desarrollo de una economía mixta.
Construcción del estado social. La penetración del capital transnacional.
Industrialización compleja y Estado desarrollista. Democracia restringida y
golpes de Estado recurrentes. El estado autoritario y modernizador.
Bibliografía
Obligatoria:
Rofman
A. y Romero, L. A.: “Sistema socio-económico y estructura regional argentina.”
Amorrortu. Buenos Aires, 1997. Resumen realizado por la cátedra.
Quiroga,
Hugo: “Estado, crisis económica y poder militar (1880-1981). CEAL, Buenos
Aires, 1985, capítulos II y III, pp 23-65.
Bibliografía Optativa
Peralta
Ramos, Mónica: La Economía Política
Argentina: Poder y clases sociales (1930-2006), Fondo de Cultura Económica,
Buenos Aires, 2007.
Unidad IV:
Desindustrialización
y ajuste estructural
Objetivos particulares
·
Comprender el proceso de
reestructuración de la sociedad argentina en el marco de la crisis del
capitalismo.
·
Identificar los principales
actores sociales, políticos y económicos y sus interrelaciones
·
Analizar las
transformaciones en la sociedad argentina y en el Estado y sus efectos actuales.
Contenidos:
La
crisis del capitalismo occidental y la construcción hegemónica del
neoliberalismo. La revolución científico tecnológica: sus impactos económicos,
científicos y culturales. Terrorismo de Estado, disciplinamiento social y
desindustrialización selectiva. Globalización financiera, valorización del
capital y endeudamiento externo. El retorno a la democracia. El nuevo escenario
político y la herencia de la dictadura. Las reformas estructurales en los
noventa. El modelo de la convertibilidad. Nuevos movimientos y demandas
sociales. La crisis del 2001. El nuevo escenario internacional de crisis
mundial.
Bibliografía
Obligatoria:
Pita,
Fernando: “Breve reseña sobre el neoliberalismo”. Material de la cátedra.
Mimeo. 2014
Adamucci,
Romina y Viegas, Viviana: “La dictadura cívico-militar argentina: 1976-1983 la
implementación del modelo de valorización financiera y el terrorismo de estado.”
Material de la cátedra. Mimeo. 2014
Rofman
A. y Romero, L. A.: “Sistema socio-económico y estructura regional argentina.”
Amorrortu. Buenos Aires, 1997. Cap 5, pp 244-286.
Merediz,
Julia: “Los efectos sociales de las políticas neoliberales en Argentina.”
Material de la cátedra. Mimeo. 2014
García,
Américo: “La crisis económica mundial: orígenes, desarrollo y respuestas”.
Material de la cátedra. Mimeo. 2013.
Bibliografía Optativa:
Sirlin,
Ezequiel: “La última dictadura: genocidio, desindustrialización y el recurso a
la guerra (1976 – 1983)” en Historia
Argentina Contemporánea. Pasados presentes de la política, la economía y el
conflicto social. Ed. Dialektik, 2006.
Chesnay,
Francois: “Como la crisis del 29, o más… Un nuevo contexto mundial”. Exposición
realizada el 18 de septiembre de 2008 en el encuentro organizado por la Revista Herramienta.
Unidad V:
Diferentes visiones
de la problemática argentina.
Objetivos particulares
- Reconocer las características criticas del actual escenario mundial
- Identificar los factores significativos a nivel social, político y económico y establecer sus relaciones.
- Describir las principales características de los procesos de cambio en cada uno de los niveles enunciados.
- Identificar qué modelo de país pretende cada una de estas visiones.
·
Relacionar los
aspectos observables presentes en su realidad cotidiana con las formulaciones
planteadas en la bibliografía.
Contenidos
Las
causas de la inversión del desarrollo. La sociedad argentina como país nuevo,
sociedad dependiente o país dual. Las políticas de ajuste: reestructuración
productiva y retraso económico. Los ciclos de crecimiento, estancamiento y
recesión. La crisis de hegemonía de la clase dominante. El poder militar. Conflictos,
dilemas y debates del desarrollo industrial. Comportamiento de la burguesía
multisectorial.
Bibliografía
Obligatoria:
Waisman,
Carlos: “Inversión del desarrollo en la Argentina”, Eudeba, Buenos Aires, 2006.
Introducción y capítulos I y III.
Vitelli,
Guillermo: “Los retrasos de la economía argentina frente a las naciones más
ricas e industrializadas”, en Realidad Económica Nº 242, febrero – marzo 2009.
García,
Américo: “El debate acerca de la industrialización en la Argentina”. Material de
la cátedra. Mimeo. 2014
González,
Eduardo Javier: “Dilemas y conflictos del desarrollo industrial argentino.
Análisis y propuestas de Marcelo Diamand.” Material de la cátedra. Mimeo. 2014
Rouquié,
Alain: “”Hegemonía militar, estado y dominación”, en Argentina hoy. Siglo XXI,
Buenos Aires, 1982
Bibliografía
Optativa:
Rouquié,
Alain: “A la sombra de las dictaduras. La democracia en América Latina. FCE. Buenos
Aires, 2011.
Aquí podrás encontrar el Programa y Cronograma de la Matería:
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